ETA-Bildu, la historia que blanquea Sánchez

ETA Bildu

La historia de la banda asesina ETA mejor contada lo está en el libro que en su momento coordinó Antonio Elorza y en el que participaron José María Garmendia, Gurutz Jáuregui y Florencio Domínguez, con un epílogo de Pacho Unzueta, el periodista que en sus albores, como algunos otros, se enroló en la organización y con bastante celeridad se separó de ella. Eran los tiempos en que la actividad de ETA se justificaba por la existencia del franquismo, una monserga que se desmiente con un solo dato: desde el primer asesinato perpetrado por los pistoleros, el 7 de julio de 1968 hasta la muerte del general, cayeron a manos de la banda sólo 45 personas; desde entonces hasta la disolución de los facciosos, exactamente 810 inocentes. Son cifras que lo resumen todo. El libro citado se acaba -por eso es una historia parcial- años antes de que David Pla, el último jefe terrorista, anunciara el cese definitivo de la espuriamente llamada «lucha armada», una denominación estúpida y culposamente asumida por todos los medios españoles durante los 60 -60- años que duró el etarrismo.

Ahora se han abierto dos episodios que denuncian la complicidad, cuando no la complacencia, de nuestro actual Gobierno con los sucesores (algunos protagonistas) de ETA. Bildu es ETA. Uno de estos aconteceres, a punto de completarse, es la próxima -esperemos- apertura de juicio para Iñaki de Rentería y Mikel Antza como autores de los asesinatos de Gregorio Ordóñez y Miguel Ángel Blanco. El segundo, desde luego, el escandaloso caso de los etarras, 44 en total, siete con sangre directa, encaramados en las listas electorales de Bildu. Sobre este repugnante asunto, una constancia de última hora: lejos de suspender cualquier aproximación o contacto con Bildu, Pedro Sánchez y su Gobierno continúan pactando con los herederos de los asesinos; en este momento están tratando de acordar con Otegi y sus matarifes el apoyo a la próxima ley de familia que ha preparado el Gobierno y que está llevando, como cosa preciosa suya, la ministra Belarra. Ella que, como su abominable colega de fechorías Irene Montero, no ha condenado nunca a ETA y, para mayor desvergüenza, imputa al PP la consigna de querer aprovecharse del terrorismo. Una inhumana indignidad como se ve.

Al tiempo que continúa del brazo y por calle con los herederos de ETA, o sea, con ETA, Sánchez, el cómplice de Bildu, se arroga para sí el enorme éxito de haber terminado con ellos. La corta verdad sobre este punto es ésta: Zapatero, ya se sabe, emprendió una negociación con los cabecillas de la banda con este mensaje: «Votos por balas», o sea, tú dejas de matar, y yo te coloco en las instituciones al precio de ofrecerte pactos políticos e incluso ayuda económica. Aquel tira y afloja lo practicaron durante meses dos enviados especiales del jefe del Gobierno, un ex ministro y ex fiscal general del Estado, Javier Moscoso, tránsfuga bochornoso de UCD, luego adquirido por Felipe González, y el abogado Gómez Benítez, del que se pueden escribir folios de actividad polémica. El procedimiento de la negociación fue una copia exacta del que años atrás había seguido el ministro Juan José Rosón con Bandrés y Mario Onaindía para acabar con la existencia de la ETA político-militar, los milis que se disolvieron con una incorporación a la vida civil apoyada incluso por el propio Gobierno. Aún se recuerda el caso de uno de los jefes, Goiburu que terminó como empleado de recepción de un hotel en la frontera guipuzcoana con Francia.

Nada nuevo bajo el sol, pero, eso sí, con una diferencia descomunal: estos últimos, incorporados primero a Euskadiko Ezkerra y luego, algunos (el propio Onaindía y Teo Uriarte, entre ellos) al PSOE, nunca constituyeron partido o coalición alguna, tipo Batasuna o Euskal Herritarrok, para seguir apoyando políticamente a los criminales. Nunca tampoco abrieron periodicos (Egin y Gara) para convertirse en buzones de los facciosos y alentar así atentados y secuestros. Esto es lo que hacía la hoy otra vez famosa, Maite Soroa, la privilegiada socia de Sánchez, Merche Aizpurúa.  El aún presidente español (o lo que sea) tiene pactados con el terrorista Otegi, el secuestrador de Javier Rupérez (tengo la cinta de sus brutales interrogatorios) y el asesino frustrado de Gabriel Cisneros, todos y cada uno de los aspectos que jalonan su relación, de forma que, en opinión de muchos conocedores de los pactos (por ejemplo, algún antiguo responsable de la seguridad de Estado) es absolutamente seguro que Sánchez supo de antemano que Bildu incorporaría a sus listas a convictos criminales. Creían Sánchez y su multitud de imbéciles asesores, que el caso iba a pasar desapercibido, como ha sucedido históricamente con el de Adolfo Araiz, preboste siempre de Herri Batasuna, y promotor del letal invento, «socialización del sufrimiento» practicado por los terroristas y que ha servido para que el tal sujeto esté presente siempre en el Parlamento Foral de Navarra.

No ha sido así, y el proyectil de Bildu le ha estallado a Sánchez en sus sucias manos electorales, hasta tal punto que el escándalo está sirviendo para dos fines concretos: para que los mendas más conspicuos de ETA vuelvan, como hemos dicho, a la cárcel, y para que se inaugure una nueva etapa en la lucha contra ETA. Por una parte, la difícil ilegalización de Bildu y por otra, el sofoco parlamentario que sufrirá Sánchez empujado en el Congreso a abjurar del pacto con ETA-Bildu o, por el contrario, para afirmar su continuidad, algo que, de antemano, se puede adelantar como cierto. Para ese momento, crucial para el desenmascaramiento definitivo de este desaprensivo, es imprescindible recordar datos que cubren toda la historia de ETA y Bildu: 60 años de terrorismo, 858 personas asesinadas, 59 mujeres, 22 niños, 3.600 atentados, 250.000 vascos exiliados, 47.000 amenazados, 360 atentados sin esclarecer y mil supervivientes inválidos. O sea, la historia que está blanqueando Pedro Sánchez, el conmilitón más apreciado por la banda asesina más cruel de la historia de España.

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