OPINIÓN

La delincuencia se dispara pero tú no vayas con el DNI caducado

La delincuencia se dispara pero tú no vayas con el DNI caducado

Jamal el-Haj, político sueco de origen libanés, fue expulsado del Partido Socialdemócrata el año pasado tras revelarse que había intervenido en un caso de asilo en nombre de un imán fundamentalista en 2017. Y ahora ha fundado un nuevo partido, el Partido de la Unidad, dirigido predominantemente a inmigrantes y musulmanes.

Mientras, el Haj se ha dedicado sistemáticamente a promover la representación de los musulmanes de Malmö, asegurando que “se trata de mi identidad, de mi ADN, de la existencia de mi familia”. Sus lealtades no pueden estar más claras. Y no están precisamente con la identidad nacional sueca.

No hay ya derechas e izquierdas: el régimen se llama anarcotiranía, una condición política que impone controles cada vez más agobiantes a la mayoría y exime a determinadas minorías del cumplimiento de casi cualquier ley.

Pero es más sencillo explicarlo con un ejemplo. Estos días pasados hemos vivido una curiosa yuxtaposición. La Policía Nacional lanzaba a las redes sociales un anuncio en el que una agente nos advertía que si tenemos el DNI o el pasaporte caducados nuestras vacaciones podrían quedar frustradas.

Dejaba la desasosegante impresión de que en el mismo momento en que se alcanza la fecha fatal, los datos de nuestro DNI caducan con el propio documento y ni la huella dactilar ni el nombre nos corresponden ya.
Y casi al mismo tiempo nos enterábamos que el maliense que ha violado atrozmente a una joven en Alcalá, grabando su hazaña en un móvil presuntamente donado por alguna de esas ONG que se financian con nuestro dinero, carece de toda documentación.

No podemos estar seguros de quién es, qué edad tiene; ni siquiera se molestaron en sacarle las huellas dactilares. Si eres nativo, tu DNI válido y con tus datos inmutables no te valdrá para moverte por tu país si ha caducado, pero un tipo recién llegado ilegalmente del Sahel puede pasearse sin un papel, sin nada que nos diga quién es.

El debate sobre la inmigración se hace imposible porque está trucado. Se pretende que la discusión enfrenta a quienes quieren que entren extranjeros a nuestros país y los que prefieren restringir su entrada. Ese debate sería perfectamente legítimo, pero sencillamente no es el que se da. Porque de lo que de verdad estamos hablando es de la ley, simplemente.

Un ilegal -término que aborrece el progresismo- es un extranjero que ha entrado en nuestro país sin pedir permiso, sin pasar por el proceso, razonable o no, que imponen los Estados a la inmigración regular, es decir, equivale a entrar en una casa ajena por la ventana o forzando la puerta.

Esa es la parte, una de las partes, de las que se prefiere no hablar: que un gobierno que defiende a quien se salta una determinada ley e incluso premia su infracción con prestaciones varias y la regularización es un gobierno que ha perdido toda la legitimidad. Es, además de todo, una bofetada a todos los que se sometieron a los irritantes trámites para entrar legalmente.

Pero hay una amenaza mayor, mucho mayor, en este malentendido fatal. La inmigración tradicional presupone que el inmigrante se incorpora a la sociedad de acogida o, incluso, que su estancia es temporal. El problema es que la población que está llegando masivamente a Europa lo hace desde culturas con valores muy distintos a los que, comprensiblemente, no están dispuestos a renunciar, y tienden a formar Estados dentro del Estado, sociedades paralelas.

El malentendido surge de un hecho fácilmente comprobable: nuestras sociedades occidentales no son tribales; aquellas de las que proceden muchos, inmigrantes, sí. Aquí se va mal, muy mal, que un empresario se dedique a contratar solo a los de su pueblo, no digamos la Administración. En otros países fuera de Occidente no es así y, por el contrario, se juzga inmoral no beneficiar preferentemente a los propios.

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