En defensa de Ángel Hurtado

En el proceso abierto contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por violación de secretos, el magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado ha demostrado tres virtudes que debemos esperar y exigir de los miembros de nuestra carrera judicial: independencia, firmeza y sentido del deber. Como abogado de la acusación popular en esta causa, no puedo sino reconocer y agradecer la ejemplaridad con la que está actuando el magistrado. He estado esperando hasta que la instrucción del caso García Ortiz ha terminado para escribir estas líneas que ya no pueden interpretarse como una alabanza interesada del instructor del caso en que intervengo, sino como una necesaria defensa de un pilar de nuestro sistema democrático.
Frente al intento constante del entorno del investigado —y de algunos resortes institucionales— de enturbiar el procedimiento, Hurtado se ha limitado a hacer lo que le corresponde: instruir conforme a derecho, resistiendo presiones que no por previsibles resultan menos inaceptables. Lo hemos visto ya en otras causas con connotación política, y lo volvemos a ver ahora: cuando un juez no se pliega, cuando cumple su función sin plegarse a intereses espurios, inmediatamente se le coloca la etiqueta de juez problemático y se le somete a escarnio, no ya popular ni mediático, sino hasta gubernamental.
Es indignante e indecente que varios ministros salgan en tromba a controvertir cada decisión del instructor de una causa penal. Hurtado -como otros jueces, fiscales y hasta el letrado que suscribe estas líneas- ha sufrido una persecución personal intolerable en una democracia. Pero, en su caso, es mucho más grave. El problema, en este caso, no es el juez. Es lo que representa.
Hurtado está recordando, con su sola forma de instruir, que los fiscales no están por encima de la ley, que el cargo de fiscal general no blinda frente a las responsabilidades penales y que, por muy incómodo que sea para el poder, también los poderosos pueden ser investigados. Esa idea tan elemental —tan republicana— parece escandalosa para algunos. Pero es el pilar de cualquier Estado de Derecho digno de tal nombre.
Las maniobras para cuestionar su imparcialidad, las filtraciones interesadas sobre el ritmo de la instrucción o las insinuaciones sobre su perfil ideológico, además de carecer de sustento, delatan una profunda incomodidad: la de quienes están demasiado acostumbrados a que ciertos nombres sean intocables. Hurtado no solo ha tocado uno. Está recordando que la toga no se debe ni al Gobierno ni a la oposición, sino a la ley.
Por eso hoy, defender al juez Ángel Hurtado no es un acto de adhesión personal, sino de higiene democrática. Porque si conseguimos que este proceso avance sin que nadie pueda poner en duda la independencia del juzgado instructor, habremos dado un paso —aunque sea pequeño— hacia la regeneración institucional que tanto necesitamos.
Y si no lo logramos, quedará al menos constancia de quién estuvo a la altura. Hurtado ya lo está.