El crédito de Iván Redondo y la evasión de la opinión pública
Iván Redondo se erige como uno de los individuos más enigmáticos y siniestros de la historia reciente. Es un personaje anacrónico. Está en posesión de ese mal que se conoce como ‘síndrome Richelieu’, y que tiene como consecuencia la elasticidad de la razón de Estado y los fenómenos tendentes a controlar el monopolio de los medios de coerción. Fantasea con ser un valido, al más puro estilo del barroco español.
El jefe del máximo órgano de asistencia política a la Presidencia del Gobierno alarga su sombra de oscura influencia y de extraordinario magnetismo en una constante obsesión por evitar cualquier atisbo de transparencia. Sus dotes de mago iluminado suponen una hemorragia incesante de despropósitos, mentiras y calumnias solapadas. Todo siempre dentro de una aparatosa artificialidad que crea el perfecto postureo que le es propio. La atmósfera alucinada que le concierne está presidida por un espejo inmenso de cuerpo entero en el que se reflejan él y el rostro en penumbra de los peones que dirige.
El dominio que ejerce sobre Sánchez ha debido tener ciertos vaivenes durante la pandemia, a tenor de la infinidad de embestidas y reculones que hemos padecido. La impopularidad que cosecha dentro del grupo que forma la España decente crece sin parar. Y esto le preocupa, porque este constructor de relatos tiene un hechizado golpe de efecto, tal como él mismo ha reconocido: la manipulación de las emociones. Al no poder controlar este desprecio del que sabe que es objeto, tiene que mitigarse y, como considera que todos los intentos pacifistas adolecen de retraso, está tratando de tapar esa sensación de fastidio con una descomunal calaverada colectiva.
Redondo está muy preocupado por el control férreo de las direcciones de los principales medios de comunicación y de las redes sociales. Su obsesión es evitar la opinión pública. Acumula tanto poder que se ha acostumbrado a dominarlo todo y no puede soportar a los que desobedecen su mandato. Es especialista en disfrazar de estupenda barbaridad cualquier valor humano que entorpezca sus planes, aunque suponga la ruina del mundo. Su táctica secreta es muy antigua. Sigue utilizándola porque le está surtiendo efecto. Me refiero a la mentecatez de hacer mucho ruido para silenciar lo que es verdaderamente importante, con el objetivo de avanzar en la consecución de sus planes sin desgaste real. Para ello se da cuenta de que tiene que amordazar a ciertos sectores que ven, como él, lo que la mayoría no aprecia.
Las estrategias de Iván Redondo no pueden fallar puesto que él es el director de orquesta, el director de escena, el decorador, el doblador y el técnico de sonido. Es todo menos la marioneta, que en este caso es Sánchez, limitándose a ejecutar sus órdenes: «Pedro, Pablo, si me hacéis caso, todo va a salir redondo. Hay que evitar a toda costa la opinión pública». «¿Y cómo lo haremos, Reydondo?». «Pues muy sencillo, creando más caos del ya existente, aumentando la tensión, ya sabéis: humo. Y sobre todo no olvidéis que soy imprescindible. Sin mí, iréis a la deriva”.
El Reydondo no descansa. Trabaja veinticuatro horas por la causa. Si tiene que reñir, riñe. Cuando organiza los discursos, acude a la fascinante ficción de su adormecido espíritu de guionista hollywoodiense. En su refugio mental hay terciopelos, candiles medievales, alfombras orientales, ménsulas, biombos, palmas y más palmas. Todo ello forma el contorno alechugado, espumeante, de sus enormes telas escenográficas, con las que no deja de sorprendernos. Ese desorden buscado, mediante el que nos quiere confundir, es un pintoresco efecto de antesala al estudio de este artista, que tiene muy en cuenta los augurios de la sibila.
Iván, la pieza indispensable en Moncloa, fabrica las preguntas a partir de las respuestas, sin titubeos. Con la misma naturalidad proyecta luz sobre aquello que, en forma de sombra, quiere que se refleje en la pared que muestra al mundo, delineando él artificialmente los contornos. «Reydondo, si le pregunto en mi lenguaje, ¿responderá en el suyo?». «Calla, Clara, éste es un mundo de encantamientos, pareces una inglesa italianizada. Yo fabrico la realidad, ¿cómo pretendes comprenderme?». Cierro los ojos y trato de averiguar con qué emoción intenta incitarme, pero no consigo sentirla. Su inmensa sombra no me cobija.