Corruptos interruptus
La semana en la que el Congreso de los Diputados aprueba una moción de Ciudadanos para eliminar los aforamientos políticos en España, el debate mediático y social sigue a otra cosa. No reparamos en la magnitud del avance, sobre todo cuando se ha conseguido que los dos arietes del vicio, PSOE y PP, apoyaran una reforma de la Constitución a tal efecto. Algún mal corroe los cimientos de ciertas democracias liberales cuando aún hay que pedir que los políticos no tengan privilegios. Su subordinación a la ciudadanía les exige rectitud ética en cada comportamiento y honestidad de procedimiento constante. Salirse de ese carril obliga a su inmediata salida de la gestión y representación pública.
Pero todo apoyo tiene sus deudas. Y el PSOE, el partido más corrupto de España a pesar de sus más de “cien años de honradez”, enmienda una reforma necesaria acortando el tallo de las hojas. Dicen que la supresión de los aforamientos no debe sufrirlas aquellos cargos que, en ejercicios de sus funciones, cometan delito. Es decir, que si algún ministro de Pedro Sánchez fuera imputado por corrupción, seguiría siendo juzgado por tribunales especiales. Y ya sabemos qué partidos se oponen también a una reforma de la justicia para que los jueces no sean nombrados entre la propia Magistratura. En la cúspide de la desvergüenza, el socialismo, tan igualitario como siempre, aduce que los aforamientos es una “prerrogativa contra los excesos de la acusación popular”. Traducido significa que la opinión del pueblo solo vale a los socialistas cuando les afecta positivamente. El jaleo popular conviene si me dan la razón, reza el nuevo eslogan de Moncloa. Tanto marketing para acabar plagiando el despotismo ilustrado de toda la vida. Ahora, con ilustres iletrados.
Porque Sánchez es como el gobernante del Antiguo Régimen: que parezca del pueblo, pero no demasiado. Aplica la máxima del buen dictador: las liturgias, controladas, y los desafueros, pactados. En realidad, se demuestra que su pretendida regeneración solo fue una devoción pasajera, con la que contentar a quienes siguen sin creer que accedió a la presidencia por la puerta de atrás. España, que no merece que sus líderes políticos se tomen un descanso, ve cómo llega un inquilino a Moncloa que hace de la siesta su modus vivendi. Se despierta para pedir la comida, en esos quiebros del bostezo que hacían las delicias de don Camilo cuando se metía entre las sábanas con su pijama y orinal preparados. Tras el condumio, regresa el déspota al ronquido profundo de su mal llamado proyecto. En pleno apogeo de la moralidad, Kierkegaard habló el carácter estético como uno de los estadios del hombre en el que éste opta por ser y pensar desde su individualidad y particularismo. Un esteta que se crea a sí mismo desde la nada y muere en la nada, porque todo en él es ficticio, ilusorio. Un conversador de instantes inútiles.
No puede, no debe, haber corruptos de primera y de segunda. Mientras los haya, España no se regenerará completamente. La honradez sigue siendo quimera entre tanto Ali Babá usando las instituciones a su antojo. Esta semana hemos sufrido la enésima demostración de que sólo hay un partido que, en virtud de su contrato con la sociedad civil, quiere que la política, y los políticos, sean firmantes de lo correcto. No más primus inter pares, un privilegio demodé que el socialismo conservador y el conservadurismo socialdemócrata quieren normalizar, perpetuando en las instituciones un ardid tan poco funcional como caduco y antidemocrático. En el fondo, se entiende que el PSOE nunca quiera acabar en serio con la corrupción. Porque igual se quedan sin partido en Ferraz. Sobran meritorios a la causa. De la misma manera que el PP convirtió Génova en Numancia, aferrados en diferido a su caída a los infiernos, en la tribu de Sánchez siempre importó más dormir en palacio que gobernar el reino.