La competición en las prohibiciones y el hundimiento económico

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Desde que se desató la enfermedad provocada por el coronavirus, no hemos hecho otra cosa que retroceder como sociedad, tanto en nuestro comportamiento como en nuestras libertades. Hay quien dice que la pandemia nos ha hecho más solidarios y humanos, y que todos vamos a afrontar nuestra vida de una mejor manera. Mucho me temo que no será así. Realmente, no hay más solidaridad ni más preocupación por el prójimo, sino más egoísmo individual: cuando alguna de las personas convertida en “policía de balcón” denunciaba a otra por estar por la calle -sin averiguar, además, los motivos que hacían que esa persona hubiese tenido que salir de casa-, eso no es ni solidaridad ni bondad de corazón. Cuando una persona insulta a otra por la calle por no llevar mascarilla, cuando tampoco sabe, además, el motivo por el que no la lleva, no es ser más humanos, sino más bárbaros. Cuando un vigilante de un centro comercial trata a patadas a los clientes dando órdenes maleducadas con la excusa del coronavirus, no es ser más cercano, sino abusar de la autoridad que no se sabe ejercer.

Del mismo modo, y dentro de eso que el Gobierno llama “nueva normalidad”, que no es más que la anormalidad más absoluta, pues no se puede concebir otra normalidad que no sea la que no lleva adjetivos, es decir, la normalidad, la de siempre, los ciudadanos hemos ido viendo cómo se suprimían nuestras libertades más fundamentales durante meses, probablemente empleando mal la figura del estado de alarma -pues era más propio de un estado de excepción- e imponiéndonos después una catarata de normas que invaden profundamente nuestro ámbito de libertad.

Esa invasión, además, se ha dado con el juego de cifras del Gobierno en cuanto a la enfermedad y con los vaivenes en sus decisiones, sin el más mínimo respeto y consideración por todas las vidas tristemente perdidas a causa de esta enfermedad. Antes, no eran necesarias las mascarillas; ahora, son necesarias para todo. Resulta que debe de ser que el virus no atacaba antes a las personas sin mascarilla y ahora sí. Más bien el Gobierno no las impuso porque no había abastecimiento asegurado, dada su pésima gestión en toda esta crisis, y ahora las impone sin tener tampoco una certeza clara de que así se eviten los contagios, obligando a ellas, más bien, por mera propaganda, queriendo pasarse de frenada donde antes no llegó a tiempo. Mal, por tanto, antes y ahora. Además, si tanto se contagia el virus por el tacto, llevar mascarilla habría de resultar un peligro mayor que el no llevarla, porque con la constante manipulación que cada persona hace de ella sería como para estar toda la población infectada, por no hablar de lo poco sano que debe de ser estar inhalando constantemente el dióxido de carbono que exhalamos, retenido en la mascarilla.

Por otra parte, si unos amigos que no viven en la misma casa quedan para ir a comer o a cenar juntos y se desplazan en el mismo coche, en el automóvil tienen que llevar puesta la mascarilla, pero no hay problema en que coman o cenen juntos sin ella, cuando hay todavía más cercanía ahí que en el primer caso.

Se prohibieron las clases presenciales en colegios y universidades y a buen seguro que muchas administraciones tienen en mente intentar prohibirlas de nuevo con los actuales datos, porque, argumentan, no es seguro que los alumnos estén en clase juntos, aunque sea con mascarilla, ni pasear por el campus, aunque éste sea abierto y lleno de vegetación, pero no le ven problema en que puedan estar tomando un refresco en una terraza o en un bar.

A todo este conjunto de incongruencias del Gobierno de la nación se unen las regionales una vez que el Ejecutivo de Sánchez ha desistido de su responsabilidad y ha dejado a su suerte a las CCAA. Ahora bien, éstas, en lugar de esforzarse en gestionar con prudencia pero con eficiencia, en el margen de sus competencias, el problema, han decidido seguir los erróneos pasos de Sánchez en la gestión de la pandemia.

Así, ahora los presidentes regionales, como modernos virreyes de sus autonomías, compiten para ver cuál es el que anuncia la siguiente ocurrencia en relación con la gestión de la enfermedad. Como Sánchez, con alguna honrosa excepción, sólo han recurrido a soluciones medievales -con las competencias que tienen, que si alguno pudiese decretar el estado de alarma, ya habría encerrado de nuevo a su población- y a medidas que son más de propaganda que de eficiencia.

De esa manera, recorrer España ahora se convierte en un entresijo de normativas distintas que generan confusión e inseguridad. Vemos el cierre de algunas áreas a la libre circulación, que algunos jueces ponen incluso en duda, y medidas, que a diario se promulgan, que restringen la libertad de los ciudadanos o que pueden ser de dudosa legalidad.

Ahora, la última ocurrencia es prohibir fumar en la calle, salvo que haya una distancia de metro y medio -por cierto, antes eran dos metros, pero parece que la negociación de Sánchez para recibir el apoyo de Ciudadanos a la última prórroga del estado de alarma hizo que el virus redujese en medio metro su capacidad de alcance, todo muy científico, como todo en la gestión de esta crisis-.

Rápidamente, tras anunciarlo una autonomía, la mayoría del resto o corrió a secundar la medida o a decir que le parecía muy bien. Dado que los fumadores, salvo en su casa, sólo pueden fumar en la calle -tras la persecución que sufrieron hace algunos años-, se les acaba de prohibir fumar por completo en muchas regiones. Fumar puede que sea malo, pero entra dentro del ámbito de decisión de cada persona. Yo no he fumado en mi vida, pero he defendido siempre la libertad de los demás para hacerlo. Con el respeto y la buena educación, basta. De hecho, cuando en mi banco, hace veinte años, se realizó una votación, impulsada por RRHH, para ver si se prohibía fumar a cambio de suministrar manzanas diarias a los empleados, yo voté por la libertad para que pudiese fumar quien quisiese. Recuerdo entonces que me preguntaron por qué votaba así si yo no fumaba, y dije que se empezaba por el tabaco y se acabaría por prohibir hasta beber una Coca-Cola. Camino de ello vamos. Parece que no es concluyente que el fumar favorezca la propagación del virus, porque hay informes técnicos divergentes, pero han decidido quedarse con los que consideran que es un riesgo, y como se trata de prohibir, no tienen problema en hacerlo. De hecho, acaban de pactar con el Gobierno de la nación esta medida y otras diez más que no solucionan el problema, que restringen más las libertades y que empeoran más la situación económica.

Anteriormente, también muchas regiones han obligado a llevar mascarilla en todo momento, aunque exista la famosa distancia, en un paso más en su afán de controlar a las personas, que genera miedo y desconcierto, retrae el consumo y hace caer la actividad económica y el empleo, debido a la incertidumbre que provoca el cambio, de un día para otro, en este tipo de medidas.

Y por último, alguna región ha decidido obligar a los visitantes procedentes de algunas zonas de España a inscribirse en un registro si visitan dicha región. Tratan de explicar que es para protegerlos, para, así, si hubiese algún contagio, poder avisarlos y hacerles pruebas. Suena muy bien, salvo por el pequeño detalle de que si realmente fuese para eso, pedirían la inscripción a cualquier visitante, con independencia de su procedencia, no sólo a los que llegan de las regiones que esa otra región considera de riesgo. Realmente, aquí se esconde más el establecer una especie de discriminación contra los visitantes de esas regiones, que recuerda a episodios históricos muy tristes, que al control de la enfermedad, con otro motivo añadido, que es el poder decir que si aumentan los contagios en esa región no es por mala gestión en ella, sino por casos importados que les han llegado de fuera.

Todo es un esperpento, un descontrol nacional al haber abandonado sus funciones el Gobierno de la nación -el principal responsable, por acción y por omisión, de este desastre-, al generar un clima de inseguridad jurídica y de incertidumbre entre todas las administraciones, y al no contar la realidad. Ninguno dice que los contagios están aumentando al mismo ritmo diario que durante el encierro, cierto, pero que los fallecimientos diarios se quedan casi en una centésima parte de los fallecidos que tristemente tuvimos por millares, y que no parece que haya riesgo de colapso sanitario, que fue lo que realmente aumentó el número de fallecidos, por no poder dar una buena atención por dicho colapso.

Simplemente, con ese afán de competencia y poco rigor, alimentado también por muchos medios de comunicación -donde en alguno se llega a decir que a un médico entrevistado “se le ha ido la pinza” por no comulgar ese sanitario con la verdad oficial sobre la pandemia, lo que se genera es pánico, que hunde la economía. Nadie habla de lo que se debería hablar: proteger a los grupos de riesgo y que el resto de la población siga, con prudencia, su vida normal, para que la actividad económica y laboral se recuperen. No hay ni convicción ni arrojo para liderar a la sociedad, sino ánimo de intervenir paternalmente, con más afán de propaganda que de solucionar la situación, como muestra el hecho del pacto antes mencionado del Gobierno y las CCAA para la citada prohibición de fumar en la calle, el cierre completo del ocio nocturno y la nueva restricción a la hostelería, a la que se le obliga a cerrar a la una de la madrugada -debe de ser que, como me decía un amigo, a esa hora sale el coronavirus-.

Por supuesto que hay que mantener toda la prudencia y que no hay que bajar la guardia, pero eso no es incompatible, sino complementario, con el coraje de salir a trabajar duro, con prudencia hasta que llegue la vacuna, pero sin miedo, para recuperarnos y volver a generar prosperidad y puestos de trabajo. O se varía el rumbo y volvemos, con toda prudencia, a la normalidad sin adjetivos, o el desastre económico, que ya ha comenzado, será de unas proporciones colosales, y eso generará un drama social todavía mayor que el del coronavirus, teniendo, además del virus, la pobreza a la que nos llevaría esta situación, que puede destrozar la vida de cientos de miles de familias.

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