Chorizos, ladrones y otros embutidos morales

Cerdán
  • Carla de la Lá
  • Escritora, periodista y profesora de la Universidad San Pablo CEU. Directora de la agencia Globe Comunicación en Madrid. Escribo sobre política y estilo de vida.

Lo estará flipando mucho el número dos de Pedro Sánchez, sentado en la cama de su celda esta noche. Sólo y sin móvil, con un doloroso tiempo indeterminado para considerar qué ha ocurrido en su vida novelesca, desde que era electricista hasta la cárcel de Soto del Real.

Sin duda este día de tormenta en Madrid ha sido el más largo para este socialista de pega, me compadezco, lo reconozco.

«¡Cerdán, chorizo!», le increpaban las gentes hastiadas de la hipocresía y la corrupción esta mañana antes de entrar a declarar. Y luego que las gentes tienen lo suyo, la masa enfurecida no tiene compasión, pero esa es una columna más larga.

¡Chorizo! Un clásico español. No se trata de un análisis jurídico, ni de una interpelación política. Es visceral, popular, automático. Como escupir. En este país, a los corruptos se les llama chorizos. Y punto.

Hay algo profundamente castizo en esta manera de insultar. Chorizo no remite al dinero, ni al poder, ni siquiera a la ideología. Es un agravio sin glamour, un gargajo lingüístico que apesta a grasa y a trastienda. La palabra tiene algo de cómico, de cutre, de grosero. Y por eso funciona. Porque en España el desprecio popular a los ladrones de cuello blanco no pasa por la ironía ni por el eufemismo. Pasa por el embutido.

La RAE recoge el término chorizo como ladrón que hurta con disimulo. Lo curioso es que la acepción delictiva es casi tan antigua como la cárnica. El Diccionario de Autoridades de 1734 ya recoge chorizo como embutido, pero no tardó en cruzarse con la jerga del hampa madrileña del XIX, donde choricear era robar cosas pequeñas, hacer raterías. Poco a poco, el choricillo de barrio se fue sofisticando hasta convertirse en el chorizo institucional, el de traje bueno y tarjeta black.

Pero echemos una socarrona mirada fuera. En Argentina o México, a los que roban se les llama ladrones, rateros, delincuentes o incluso ratas, que es quizá el término más ofensivo y universalmente denigrante. Pero ninguno tiene el sabor local, grasiento y la vis cómica del chorizo ibérico. En Colombia, por ejemplo, se habla de corruptos con un tono más técnico o indignado, menos folklórico. Y en Chile o Perú, el lenguaje se decanta más por la metáfora legal que por la injuria culinaria.

En inglés, los sinvergüenzas del dinero suelen ser crooks, conmen, scammers. En francés, escrocs. Pero todos estos términos tienen una pátina fría, elegantiosa, de novela negra. Son figuras de delito. El chorizo español, en cambio, es figura de escarnio. Una mezcla de desprecio moral, repugnancia física y burla. Decirle chorizo a un político no es solo llamarlo mangante: es recordarle que ha pasado de presunto prócer a fiambre.

Porque aquí, cuando se quiere vejar a un poderoso, no se recurre al latín ni a las cifras. Se le baja los pantalones lingüísticos y se le lanza un chorizo en plena puerta del Supremo. Es un insulto que no busca justicia, ni castiga el delito, sino el ridículo. Y eso, es demoledor. Pobre Cerdán.

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