La ceguera de Sánchez
En 1938, Neville Chamberlain, entonces primer ministro británico, trazó su llamado ‘plan Z’ que consistía en volar hasta Alemania y sentarse cara a cara con el líder nazi, Adolf Hitler. Su objetivo era evitar una confrontación bélica. En su primer encuentro celebrado en suelo germano, el mandatario nazi le dijo que la ocupación reciente de una región de Checoslovaquia era su máxima aspiración, que de ahí no pasaría. Su homólogo le creyó. A su vuelta a Londres, el primer ministro aseguró que las palabras de Hitler eran las de un verdadero “hombre”, las de una persona tenaz y ecuánime.
Chamberlain fue el primer mandatario occidental en encontrarse con Hitler, un año antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial. Hasta en tres ocasiones llegaron a verse y al regreso de cada uno de sus encuentros fue recibido entre vítores en su país. En todos y cada uno de ellos, el político británico estaba convencido de haberle cogido la medida al dirigente nazi. Estaba convencido de que el alemán no tenía intención de ir a la guerra y de que estaba dispuesto a negociar la paz.
Tan solo unos pocos en el Reino Unido desconfiaban profundamente de los actos de su primer ministro. Entre ellos estaba el que tiempo después se convirtió en su sustituto, Winston Churchill, el también llamado ‘Viejo león’. Para él, las reuniones de Chamberlain con Hitler eran “la cosa más estúpida que jamás se ha hecho”. Sin embargo, la incredulidad no sólo extendió en Churchill. Uno de los ministros del gabinete Chamberlain acabó presentando su dimisión en señal de protesta. A los seis meses del último encuentro entre ambos dirigentes, Checoslovaquia fue invadida totalmente por las tropas nazis, y al año, Polonia corrió igual fortuna. La tragedia que vino después es de sobra conocida.
Las conversaciones de Chamberlain con Hitler son vistas por los historiadores y expertos en negociación como uno de los grandes desatinos que condujeron a la Segunda Guerra Mundial. No fue realmente Chamberlain quien le cogió el punto al nazi, sino a la inversa. Todo esto lo detalla muy bien el autor británico, Malcolm Gladwell, en su libro ‘Hablar con extraños’, de cuya lectura he disfrutado recientemente. El error de Chamberlain, sostiene Gladwell, fue creerse que a partir de la información extraída de unos encuentros personales ya conocía a Hitler. Semejante error, aunque sin llegar a tal tamaño de catástrofe, han cometido a lo largo de la historia diferentes dirigentes políticos nacionales.
Aquí también cabría situar a Pedro Sánchez por la llamada ‘mesa de negociación’ con los líderes independentistas catalanes. Esta semana el presidente del Gobierno se comprometió con Gabriel Rufián a convocar próximamente una reunión de la ‘mesa de negociación’ que los independentistas le vendieron en febrero, y que Sánchez compró de inmediato. Del mismo modo que Gladwell se pregunta si Hitler era alguien con quien se pudiera razonar, cabría preguntarse si alguien cree verdaderamente que se puede dialogar con políticos impulsados por el fanatismo, cuya única meta es el pulso constante al orden constitucional.
Pedro Sánchez es un Chamberlain de nuestro tiempo. Él se postula como salvapatrias, cuando en realidad tiene más de vendepatrias. Sánchez es tan ingenuo como Chamberlain, como también lo fueron otros políticos de la izquierda como Zapatero hace una década o Azaña en los últimos derroteros de la II República. Hay que recordar la frustración expresada por Azaña hacia el independentismo catalán en su acto de contrición plasmada en “Velada en Benicarló”. Los historiadores británicos han sido en su mayoría inclementes con Chamberlain. Nada que ver con la afabilidad con la que la historiografía española, mayoritariamente de izquierdas, ha tratado en las últimas décadas a Azaña.
Gladwell asegura que el problema de muchos políticos es que tienen una predisposición a ver las cosas como ellos quieren verlas y no a cómo realmente son. Eso tiene un nombre en el ámbito de la psicología. Fue bautizado por la profesora en Princeton, Emily Pronin, como “visión asimétrica ilusoria”, o “ceguera” dicho en román paladino. La ceguera de Pedro Sánchez sería digna de ser estudiada por Gladwell y Pronin. Nunca cuestiona sus planes. Se cree capaz de convencer a los independentistas basándose en sus propias intuiciones. Se lanza a juzgar los acontecimientos con una frivolidad que me resulta extraño creer que se la pudiera a aplicar a sí mismo. La ligereza en el diagnóstico siempre desemboca en descalabro. Le sucedió en el Reino Unido a Chamberlain y en España a personajes como Azaña y Zapatero. Pedro Sánchez viaja desde hace tiempo en el mismo vagón.