‘Camisas pardas’ del catalanismo
Todo movimiento revolucionario, subversivo y sedicioso necesita una fuerza de choque. Y el que conforma la marioneta Puigdemont, aupado y empujado hasta el precipicio por las CUP, tiene el suyo. El día a día hasta el referéndum ilegal, convertido ya en más ficción que en realidad, se está sembrando de actos de odio puramente delictivos: amenazas, coacciones, señalamientos, maniobras cobardes de hostigamiento y acoso, y agresiones de toda índole de los promotores de un delirio que están dejando al descubierto sus mecanismos totalitarios. Todo ello manchando la democracia pero, más grave, enseñando para nuestra propia vergüenza y aparente indefensión un campo con una línea divisoria que separa a víctimas y verdugos.
Nada nuevo bajo el Sol. La colocación de políticos legítimamente elegidos en una diana —Rajoy—, la señalización con una esvástica nazi de la sede de partidos legítimamente constituidos —Ciudadanos—, la quema de papeles con el nombre de magistrados legítimamente nombrados —Tribunal Constitucional— sólo revela la naturaleza facinerosa y dictatorial, radical y peligrosa de máquinas de promover el asalto a la ley, como Arran, que recuerdan en su funcionamiento los engranajes que movían a organizaciones como las SA o camisas pardas, que vomitando la ira en las calles allanaron el camino al ascenso de Hitler.
Aquellas malas bestias obedecían al lema “sólo se puede acabar con el terror mediante el terror”. En efecto, en el caso del catalanismo independentista hemos sufrido cómo representantes públicos envueltos en la estelada han criminalizado al gobierno de España y a instituciones como la Fiscalía del Estado o la Abogacía del Estado o el Tribunal de Cuentas, poniéndolas en la picota para colegir a continuación que el único medio para acabar con este régimen de opresión es hacerlo saltar por los aires. Además, aquella fuerza paramilitar hitleriana seguía la máxima de que “toda oposición ha de ser aniquilada”. Y es lo que estamos padeciendo en el sendero hasta el 1-O: los ayatolás de esa aventura nihilista parten de la antidemocrática base de que ‘el adversario’ es en el fondo ‘el enemigo’, y que por lo tanto no debe ser vencido o convencido sino destruido. Y así, los extremistas de la Diada nos devuelven a la retina aquella “noche de los cristales rotos” en la que estos escuadrones de veneno quemaban libros, atacaban locales y practicaban el vandalismo contra comercios y sinagogas de la comunidad judía.
Con mucho sentido, alguien que lleva en su piel los zarpazos del nacionalismo excluyente como Albert Boadella emitió una alerta preclara: la tropa de Pujol, Mas y sus patéticos epígonos —ahora en su mayoría antisistema— buscaban, como el franquismo, una unidad de destino universal emocional y sentimental, un absolutismo bajo la excusa de ensanchar las bases de la democracia. Y en esas estamos: en la difusión de una frenética espiral de violencia —no sólo verbal— que hoy pone frente al espejo de un país entero a los descerebrados a los que el paraíso que les espera es… el de las multas y el de la cárcel. Al tiempo.