Los autopercibidos

Pedro Sánchez

Desengañémonos. Vivimos una era absurda, se mire por donde se mire, donde la razón ha claudicado, exterminada por el sentimentalismo de una generación acostumbrada a la contemplación y el bienestar, que nació y vive de espaldas a las frustraciones que sus padres y abuelos contemplaron, aunque fueran frustraciones de hippies acomodados que gritaban ¡democracia!, mientras cantaban a Ana Belén y Víctor Manuel antes de regresar a casa a escuchar la misa dominical bajo brasero franquista. Muchos de los que levantaron la nación de sus cenizas hoy tan rememoradas, sufrieron la falta de libertad en esa España de blanco y negro, donde los grises no eran el término medio, para que vengan los ninis y las memas de la generación perdida a decirles qué significa ser libre a la manera moderna y subvencionada, que es como mejor vive uno su independencia. Ahora, el niño patrio y la niña matria son consentidos perpetuos cuya autoridad la define un youtuber imberbe o una influencer polioperada, quedando los padres y profesores como reliquias de un pasado de convenciones sociales autoritarias. Decadencia sin remedio.

El sorismo, que es la ideología que el hijo de Soros va predicando por el mundo que su padre financia a golpe de mafia, depravación y cambio de costumbres, se implanta en Occidente con una consigna tolkiana: la era del pensamiento ha acabado, comienza, el dominio de la autopercepción. Por eso no sorprende leer que una chica de quince años se perciba como un gato y que haya alguien que decida que eso sea noticia y deba ser portada de un diario. De inmediato, un lector con algo de sentido común y una pizca de lo que antes se llamaba decencia rompe a reír, haciendo de la carcajada algo bello y simbólico, un muro contra el despropósito iletrado. Si en vez de un gato se autopercibiera como un botijo de barro de Fernán Núñez, el chiste se enquistaría como humor negro. Y la cosa se pone aún mejor cuando una persona que parece hombre, camina como un hombre, se afeita como un hombre, tiene rasgos de hombre y sexo en su entrepierna de hombre, exige a una mujer, cajera de supermercado, que no le llame «caballero» porque él se autopercibe como ella. Y acaba denunciando a la trabajadora porque sabe que en la sociedad actual lo importante no es lo que la cajera (y todo el mundo) vio, sino cómo él se siente.

Lo inefable del asunto no es que, en una situación así, se imponga el derecho a sentirse como uno quiera, sino a imponerle a los demás que se otorgue tratamiento coherente a esa autopercepción. La extinción de la humanidad empezó el día que decidimos eliminar la razón y el sentido común.

Y en esta democracia sentimental, los políticos se prestan a dejarse jirones de credibilidad en programas que provocarían arcadas en sus padres de partido. Es la nueva comunicación pop, un formato que va desde el podcast universitario hasta el entretenimiento más español, donde acabas entrevistado por el histrionismo populachero de unas hormigas divertidas el mismo día que te interpela la voz tranquila de Alsina. Todo vale porque a todo hay que llegar: los contextos siempre fueron más importantes que los conceptos.

Así, Sánchez y Feijóo fueron a divertirse junto a Pablo Motos para evidenciarlo. Sánchez es lo que se autopercibe. Feijóo es lo que parece. El todavía presidente se mira al espejo y ve a un tipo que nunca miente. Lo dice sosteniendo la mirada de quien le pregunta y responde con esa convicción de narcisista vanidoso al que todo le resbala. Y pide que se le crea. Porque la realidad no importa cuando un sentimiento sea puro. Pero los sentimientos también mienten. Y Sánchez se autopercibe como un tipo sincero, honesto, leal y con principios. Y va a las televisiones para que toda España entienda que lo primero es lo que uno cree que es la verdad, después el derecho de que el otro acepte lo que tú entiendes que es lo correcto y por último, la verdad en sí, que asiste descojonada ante tanto imbécil de la percepción.

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