Aforamiento no es inviolabilidad: el caso del Rey emérito
Como suele ser habitual en las monarquías democráticas actuales, en las que la Jefatura del Estado no ostenta poder político y, en consecuencia, sus actos deben ser refrendados, los reyes o reinas gozan de lo que se denomina “irresponsabilidad” en el desempeño de sus funciones, lo cual se traduce en inviolabilidad frente a la exigencia de responsabilidades. En este sentido, el artículo 56 de la Constitución española, en su tercer párrafo dispone que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65, 2” —relativo al nombramiento de los miembros de la Casa Real—. La inviolabilidad es, pues, una prerrogativa real que implica que al monarca no se le pueden imputar, mientras lo sea, responsabilidades por los actos que realice puesto que no es él quien las asume sino quien los haya refrendado —Presidente del Gobierno, ministros o Presidente del Congreso según lo dispuesto en el art. 64 CE—. Aquí, en este punto, cabe preguntarse si podría el monarca ser responsable por los actos no realizados en el ejercicio de sus funciones, puesto que al no haber necesitado refrendo, que es la institución que traslada la responsabilidad al refrendante, sería entonces el rey quien fuera responsable de los mismos.
La Constitución nada dispone al respecto y en las monarquías constitucionales parece existir una costumbre o convención constitucional favorable a la no exigencia general de responsabilidades a los monarcas que no gobiernan. No es así en el caso de las Jefaturas de Estado republicanas, ya que quienes las ostentan tienen actuación política y poderes concretos, legalmente establecidos, y cuya responsabilidad suele estar prolijamente regulada. En nuestro ordenamiento jurídico, no tenemos precedentes que nos sirvan de orientación y, además, el problema que ha originado que nos preguntemos ahora por ello deriva de actuaciones del actual Rey emérito, no del actual Rey reinante. La abdicación de Juan Carlos I se hizo efectiva mediante la Ley orgánica 3/2014, de 18 de junio, que desarrolla lo previsto en el art. 57.5 de la Constitución Española. Con anterioridad, ya la Ley Orgánica del Poder Judicial había sido reformada, añadiéndosele un artículo, el 55 bis, por el que se atribuyó a las salas Civil y Penal del Tribunal Supremo, el enjuiciamiento de las acciones civiles y penales dirigidas, entre otros, contra el Rey que hubiera abdicado. Con ello, se disponía que el Rey, en cuanto finalizara su mandato mediante la abdicación, perdía la inviolabilidad que la Constitución atribuye al Rey reinante, otorgándole a su vez el aforamiento ante el Tribunal Supremo.
El Rey emérito, pues, no tiene inviolabilidad en cuanto tal, pero sí goza de aforamiento, o cualidad de no poder ser juzgado más que por el Tribunal Supremo. Puede, pues, ser juzgado por todo aquello que sea posterior a la fecha de su abdicación, el 18 de junio de 2014, es decir, a partir de la entrada en vigor de la Ley que la sanciona, porque así se dispone en la propia Ley Orgánica a que nos referimos, pero no por lo que hubiera realizado durante su mandato, ya que no es posible atribuir responsabilidad con carácter retroactivo, en lo penal porque constituye un principio general que las normas de esta naturaleza no pueden ser retroactivas y, en lo civil, porque ello hubiera tenido que ser expresamente establecido.
El aforamiento ante la Sala Civil y la Sala Penal implica que no sólo tiene responsabilidad por la presunta comisión de delitos, sino también por los ilícitos de carácter civil/mercantil o de otra naturaleza que hubiera, hipotéticamente, podido cometer. No estando regulado, con carácter específico, procedimiento alguno para estos casos, les serán de aplicación las disposiciones que se establecen en las leyes de procedimiento aplicables según la naturaleza de la imputación y/o investigación que se tenga que realizar al respecto. En este punto, a falta de regulación singular, el Rey emérito está sujeto al mismo procedimiento que cualquier otra persona, pues lo único que tiene establecido como diferente es que el caso se substancie ante el Tribunal Supremo.