Actualización del imbécil barcelonés

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Por esa vida callejera, uno encuentra a veces pruebas del devenir de la época. Indicios fuertes, versadas iluminaciones que los oídos atrapan para gusto de la experiencia. Se asienta el trasero en la silla de una terraza y, con suerte y sin previo aviso, ahí al lado, un capullo florece. Ya desde el momento en que va abriéndose, se intuye que será una gran flor, esplendorosa. En el caso que nos ocupa, la maravilla ocurrió en un establecimiento del barcelonés barrio San Gervasio, el día pasado de las enésimas elecciones autonómicas. El imbécil en cuestión, parlanchín, abrió ante su comensal, que no decía mucho, un apasionado y colorido catálogo de estupideces à la mode con ínfulas ilustradas. Era gracioso verle comer con guantes de lana, mientras contaba que estaba escribiendo un libro ambientado en Calella, aunque no había estado nunca en Calella. Eso prometía, así que agudicé el oido al tiempo que pedía otro martini, convencido de haber hallado un filón, la prueba de supervivencia del imbécil barcelonés, renovado en sus opiniones.

En seguida, y conforme al ambiente plebiscitario tan querido de los catalanes, la cosa derivó a la política nacional. Mientras se llevaba a la boca un trozo de alcachofa rebozada, confesó haber votado a Junts, no sin aclarar antes que lo había hecho “por estrategia”, porque su preferencia primera hubiera sido la CUP. Y ahí introdujo un elemento preciosista, de principios indiscutibles: “No hay que actuar siempre conforme a los intereses propios”. Habiendo votado nuestro héroe al partido del prófugo Puigdemont, eyaculó a continuación unas apasionadas sentencias sobre la Unión Europea, “que no es democrática, e incluso peor que el modelo americano” (se refería a la vieja democracia de los Estados Unidos de América, fundada a finales del siglo XVIII), “con sus empresas haciendo fracking por ahí”. Este punto de engarce me sorprendió, si bien, raudo, puso el punto de apoyo ecologista: “Lla Shell está haciendo fracking, removiendo por ahí el carbono que hace miles de años se está solidificando!”. Pobre carbono, eché un tragó de martini mientras mi conciencia se ensombrecía ante aquella terrible noticia.

Quizás por efecto de la Coca Cola, la disertación se volvió efervescente, sin mucho sentido, como una lista desordenada de ideítas inconexas. La indignación discurrió entonces por caminos sinuosos: en TV3 habían permitido a algunos candidatos hablar en español (“¡si ya en La Sexta era en español!”). Los sintagmas “hay que regular” (cualquier cosa; quizás este “regular” era más bien aquel amado “ordenar” que todo reaccionario español lleva dentro) y “no es sostenible” comenzaron a poblar la homilía, concluyendo al fin con un optimista “las nuevas generaciones lo tienen claro”. Y realmente, a tenor de las cosas que pasan, habría que darle la razón a este nuestro iluminador: lo tienen claro, o crudo. Sobre la preocupante sostenibilidad de las cosas, la cuenta que le trajo el camarero dio la medida del cierre. “¡¿Cuatro euros el pan?!” Al final pagaron a medias la desorbitante cantidad de setenta euros, gesto grave, herido el saldo en cuenta y el devenir de la política, actualización del imbécil barcelonés.

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