La hora de la venganza para Donald Trump
No hay en todo el planeta quien no conozca a Donald Trump y no tenga una opinión sobre él, normalmente muy marcada. No hay visiones tibias sobre el candidato republicano Donald Trump: se le ama o se le odia. Surgió sin experiencia política previa como un improbable Robin Hood, un multimillonario neoyorquino campeón de los humildes, de los perdedores de la globalización, de los «deplorables» de la olvidada América entre las costas.
En uno de los muchos episodios de Los Simpson que se han convertido en meme, aparece un debate electoral entre dos candidatos -Jack Johnson y John Jackson- virtualmente idénticos, cuyas mutuas diatribas ocultan las escasas, por no decir nulas, diferencias entre sus distintas plataformas. Es una buena metáfora de lo que ha sido durante décadas la política norteamericana, dos partidos que se enfrentan ferozmente, pero que, en el fondo, representan básicamente la misma visión política.
Eso ha proporcionado a Estados Unidos durante muchas décadas una extraordinaria estabilidad política, pero con el tiempo, especialmente con el fin de la Guerra Fría y el estallido de la globalización, dejó a una parte del país, la América profunda, cada vez más fuera del sistema. Los perdedores de la globalización veían alejarse el sueño americano a medida que cerraban las fábricas para reabrir en China, México o Vietnam y la inmigración masiva desde la frontera sur ejercía una presión a la baja sobre los salarios.
Esa aspiración universal en el norteamericano medio -la «persecución de la felicidad» que su Constitución consagra como derecho-, un trabajo estable que permita formar una familia y vivir cómodamente, empezaba a ser para muchos un sueño inalcanzable, pero no todo era economía. El ciudadano medio veía cambiar el país a su alrededor hasta resultarle irreconocible.
Para su desesperación, los dos partidos hegemónicos estaban perfectamente de acuerdo en esos dos aspectos, la necesidad de la inmigración masiva y la deslocalización de las empresas. Y en esto llegó Trump y mandó parar.
Al principio parecía una broma, y así lo presentaron los medios. Aquel famoso magnate inmobiliario neoyorquino reconvertido en estrella televisiva, vanidoso y bocazas, era un chiste que los medios recontaban una y otra vez cuando se presentó a las primarias republicanas de las elecciones de 2016. Y entonces empezaron a pasar cosas raras: la gente le votaba. Masivamente.
Era como si Donald Trump, empresario al fin, hubiera encargado un estudio de mercado y hubiera encontrado la demanda no cubierta. Y la explotó con un mensaje sencillo y directo y una personalidad tan marcada que le hacía inconfundible, alguien completamente ajeno al discurso político, a los discursos blandos, a los disimulos y cortesías políticas, a la reverencia hacia los medios.
Entró en la vida política como el proverbial elefante en la cacharrería, destrozando todas las convenciones del minué electoral. Durante su campaña, The New York Times y compañeros mártires anunciaban casi a diario que el día anterior Trump había destruido sus posibilidades de victoria con tal o cual paso en falso imperdonable, solo para comprobar con nuevas encuestas que su público adoraba cada patada de Trump contra el sistema.
Logró que la prensa, que le odiaba casi unánimemente, no parara de hablar sobre él. Él, en marcadísimo contraste con todos los candidatos de la historia, se permitía insultar a los periodistas, para alegría de su público, harto de la arrogancia y las manipulaciones de las estrellas periodísticas.
Sus mensajes eran simples y se quedaban fácilmente en la mente. Construyamos el muro, «a big and beautiful wall»; drenemos la ciénaga.
Y Donald Trump se impuso sobre la «inevitable» Hillary para sorpresa de todos, incluyendo la propia. Y gobernó durante cuatro años. En ese período pasaron cosas buenas y malas. Las buenas fueron una economía robusta y la desaceleración del wokismo oficial. El país, por primera vez en un siglo, no inició ninguna guerra. Por el contrario, logró reunirse con el demencial Kim Jong-un y que los países árabes iniciaran un acercamiento a Israel con los Acuerdos de Abraham, verdaderos milagros. No hubo muro, pero la riada migratoria se contuvo.
Las malas fueron que, en lugar de drenar la ciénaga de Washington, algunas de sus criaturas más conspicuas se colaran en su Administración. El hombre se movía torpemente en un entorno que no era el suyo, tuvo que dejarse aconsejar y llenó su gabinete de traidores que torpedeaban sus instrucciones.
Lo reconoció en su último mitin multitudinario, en una entrevista con el célebre periodista Tucker Carlson: no conocía Washington cuando llegó, iba a ciegas. Pero ahora les conoce a todos, sabe quién es tonto y quién listo, quién honrado y quién un canalla.
Tras la derrota en 2020 frente a Biden, los demócratas y sus sostenedores en el Estado Profundo (la burocracia permanente, los servicios de Inteligencia) se conjuraron para que Trump no volviera a la Casa Blanca, y han gastado ya casi todos los cartuchos en su contra: una lluvia de casos penales que podrían llevarle a la cárcel hasta el fin de sus días, dos intentos de asesinatos, unos medios histéricos que le comparan con Hitler…
Pero nada puede con la energía de este hombre de 78 años, decidido a volver a intentarlo, esta vez con un lema clave que siembra el pánico entre sus enemigos: Retribution. Puede, sí, traducirse por «retribución», pero su verdadero sentido es «venganza». Ahora sabe quién es quién, quién ha hecho qué, dónde está cada uno. Y ya no tiene nada que perder. Su elección como compañero de fórmula de J. D. Vance, joven y perfecto ejemplo de lo mejor del trumpismo, hijo de la derrota en el Medio Oeste, es una prueba de que esta vez va a ser distinto.
Por qué un magnate inmobiliario de Nueva York conecta de modo tan sencillo y profundo con tipos subidos a un tractor en Idaho es la pregunta del billón de dólares, el misterio del carisma. En cualquier caso, desde 2016 es el protagonista indiscutible del panorama norteamericano, como presencia o como ausencia, y a los más que pueden aspirar sus rivales es a no ser Donald Trump, el hombre más amado y más aborrecido de Estados Unidos y, probablemente, del mundo.