Garbiñe: la guerrera mitad vasca, mitad venezolana, que eligió ser española
“Yo soy Garbiñe. Si me comparan con Arantxa o con Conchita, genial, pero yo prefiero que la gente piense que ha llegado una nueva jugadora, una tenista diferente”. Así se definía hace un par de años Garbiñe Muguruza y no se equivocaba. La coronada nueva reina de Inglaterra no se mira en otro espejo que el que refleja su silueta de modelo y su sonrisa de estrella de Hollywood.
Venezolana por parte de madre –Scarlet Blanco– y vasca por parte de padre –José Antonio, un empresario eibarrés que decidió hacer las Américas–, Garbiñe Muguruza es la pequeña de tres hermanos cuyos nombres, como el suyo, parecen sacados de Ocho apellidos vascos: Asier e Igor.
Pero, mitad vasca y mitad venezolana, Garbiñe Muguruza siempre quiso ser española. Por eso decidió jugar oficialmente a partir de octubre de 2014 bajo la bandera de España. Porque Garbiñe nunca fue pusilánime ni indecisa cuando tuvo que elegir un camino: la bandera, el entrenador, el preparador físico o dónde ubicar su residencia, ahora en Ginebra (Suiza).
«Papá, quiero ser tenista»
Garbiñe tiene también esencias de Cataluña porque en Santa Coloma de Cervelló, en la Academia Sergi Bruguera, cogió por primera vez una raqueta mientras sus hermanos intentaban hacer carrera en el tenis con menos éxito y determinación que la pequeña de la familia.
“Quizás sea mi parte vasca, pero nunca he tenido dudas, desde pequeña quería ser profesional del tenis”, confiesa Muguruza apelando a esa cabeza dura que ha marcado no sólo su carrera, sino su vida.
Fue deprisa y con éxito por las categorías inferiores, a toda pastilla, hasta que con 17 años comenzó a pelear por un puesto en el circuito WTA. La entrenaba entonces Alejo Mancisidor, un irundarra afincado en Barcelona. De su mano vivió Garbiñe Muguruza su primer título, en Hobart 2014, recién superada una lesión de tobillo que la había tenido seis meses K.O.
Su salto a la fama, a las primeras páginas de los periódicos y a los focos del tenis femenino fue en 2014. Era la segunda ronda de Roland Garros y derrotó contra todo pronóstico por doble 6-2 a Serena Williams. Había nacido una estrella. El destino ha querido que sea contra su hermana Venus contra la que Muguruza escriba una nueva página de su historia en el tenis.
Wimbledon la lanzó a la fama
Garbiñe saltó a los focos tras alcanzar la final de Wimbledon, que perdió en 2015 contra Serena. Justo después rompió con Alejo Mancisidor y se puso en manos de un técnico francés residente en Estados Unidos, Sam Sumyk. “Con los años uno quiere un cambio, así que fue lo que se dio. Con Sumyk busqué algo completamente diferente, a alguien que hubiera vivido lo que es el top de verdad. Y di ese paso extra que buscaba y que creía me hacía falta”, dice Garbiñe.
Con Sumyk ha vivido escenas casi propias de un matrimonio mal avenido, como en La guerra de los Rose. Quizá porque a Garbiñe a veces le pierde esa pasión, ese carácter caribeño y no ha dudado en contestar a un técnico ausente en este Wimbledon por su inminente paternidad. Toda una campeona como Conchita Martínez ha ocupado su lugar para hacer creer en todo momento a Muguruza que ganar era posible.
Porque Garbiñe ni se encoje ni se intimida. Será por sus 182 centímetros y porque su tenis a veces despide fuego por la raqueta: “En el circuito no hay amigas, no hay espacio para la emotividad”.
Bestia en la pista, belleza fuera
“Soy coqueta, supongo que me viene de mi parte venezolana”. En la pista Garbiñe Muguruza viste la línea Adidas de la diseñadora Stella McCarthy, pero fuera se pone de largo para dejar sin aliento a más de uno.
En ocasiones va al cine y siempre que puede desata su adicción a las series y películas en el ordenador, escucha música y, sobre todo, juega al tenis con una competitividad impropia de su edad y con ese carácter que a veces le pasa factura y que también le ha llevado a lo más alto.
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