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¿Podemos confiar demasiado en vacunas milagrosas? Reflexiones actuales

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Vacunas milagrosas.
Francisco María
  • Francisco María
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La pandemia de COVID-19 nos lo dejó clarísimo. Las vacunas llegaron más rápido que nunca en la historia de la humanidad y, gracias a ellas, se salvaron millones de vidas. Pero con el entusiasmo vino también un espejismo: mucha gente pensó que esas dosis bloquearían por completo la infección y la transmisión del virus. Con el tiempo se supo que lo que realmente hacían, sobre todo, era evitar los casos graves y las muertes. Esa diferencia —entre lo que se esperaba y lo que podían ofrecer— generó desconfianza y discursos encontrados.

Este desencuentro no fue un fallo de la ciencia, sino de cómo se comunicó. Cuando se habla de “eficacia” y de “efectividad” parece un tecnicismo, pero no lo es: la eficacia es lo que ocurre en un ensayo clínico controlado; la efectividad es lo que pasa en la vida real, con millones de personas distintas, con sus problemas de salud, sus edades, sus trabajos. Si desde el principio se hubieran explicado con más claridad los límites y las incertidumbres, la confianza probablemente habría salido fortalecida, no debilitada.Vacunación

Algunos riesgos

Otro riesgo es el llamado “tecnosolucionismo”: creer que un avance tecnológico basta por sí mismo. Una vacuna es una herramienta poderosísima, sí, pero no reemplaza al resto de medidas que nos protegen en el día a día. Abrir las ventanas para ventilar, mejorar la calidad del aire en escuelas y oficinas, facilitar que la gente pueda quedarse en casa si está enferma o tener pruebas diagnósticas rápidas son medidas igual de importantes. Quizás menos llamativas que un comunicado de laboratorio, pero imprescindibles para que cualquier vacuna cumpla realmente su papel.

El exceso de confianza en un “milagro” también influye en cómo se invierte el dinero. Cuando pasa la urgencia, los gobiernos tienden a volcar recursos en el desarrollo de nuevas plataformas, pero descuidan la infraestructura que hace posible que esas vacunas lleguen a la gente: cadenas de frío, centros de salud equipados, profesionales formados. Sin eso, la aguja no llega a los brazos. La equidad no se improvisa durante la crisis: hay que construirla mucho antes.vacunas

Depende de las enfermedades

Además, no todas las enfermedades son igual de “vacunables”. Contra algunas infecciones, como la tuberculosis o el VIH, llevamos décadas investigando sin éxito rotundo. En el caso de la malaria, los avances recientes son muy prometedores, pero todavía conviven con mosquiteros, insecticidas y diagnósticos. Si apostamos todo a una sola carta, podemos terminar abandonando estrategias complementarias que siguen salvando vidas.

También hay que recordar que las vacunas no corrigen desigualdades sociales. La exposición a los virus no se reparte al azar: influye la vivienda, el transporte, las condiciones laborales, la contaminación del aire. Una inyección no soluciona esas raíces del problema. Vacunar sin transformar esas condiciones reduce el impacto y perpetúa las brechas.

Los mensajes y la ética

Los mensajes sobre vacunas tienen, además, un efecto directo en nuestro comportamiento. Si se transmite la idea de que “ya estamos protegidos”, es comprensible que la gente baje la guardia demasiado pronto. No se trata de culpar a nadie; es simplemente humano querer pasar página. Por eso es tan importante comunicar sin exagerar, acompañando a la población en cada etapa, explicando por qué algunas medidas se retiran y otras se mantienen según la situación.

La ética también juega un papel central. Obligar o condicionar el acceso a servicios mediante certificados puede ser útil en algunos contextos, pero si se hace mal puede aumentar la resistencia y las tensiones sociales. La transparencia sobre los datos de seguridad, la escucha activa de las dudas y la participación de las comunidades son claves para que las campañas sean legítimas y no impuestas desde arriba.

Con todo esto, no hay que olvidar lo positivo: las vacunas siguen siendo uno de los mayores logros de la humanidad. Las nuevas plataformas de ARNm han demostrado que podemos diseñar y actualizar dosis con una rapidez impensable hace unos años. Y hay líneas de investigación abiertas hacia vacunas que se aplican en mucosas o que ofrecen una protección más amplia frente a variantes. La ciencia avanza, pero la humildad sigue siendo necesaria. Ni la biología ni la sociedad responden a recetas mágicas.

¿Qué significa entonces no confiar “demasiado” en vacunas milagrosas?

Algunas ideas claras:

  • Humildad. Ninguna vacuna ofrece protección total. Lo que hacen es reducir riesgos. Y esa reducción, combinada con otras medidas, puede marcar la diferencia.
  • Pensar en sistemas. No basta con un descubrimiento: se necesitan redes de salud pública, transporte, logística y personal.
  • Equidad. Garantizar acceso global no es solo justo, es eficaz: la protección aumenta cuando la cobertura es homogénea.
  • Comunicación honesta. Explicar lo que sabemos, lo que no y por qué cambian las recomendaciones refuerza la confianza.
  • Mirada amplia. Invertir en vacunas, sí, pero también en ventilación, antivirales, diagnósticos y políticas laborales más saludables.

Confiar en las vacunas es sensato; esperar que lo resuelvan todo es peligroso. El verdadero milagro no está en un frasco, sino en la capacidad de coordinar ciencia, instituciones y ciudadanía.

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