Una tapa de Lexatín

Como todo lo reiterativo hasta la saciedad, el término «salud mental» está cayendo en la agonía social. Hemos pasado de la idea que sentenciaba que ir al psicólogo era de locos a la que insinúa que, si no vas, eres un tieso y no sabes cuidarte. ¿Quién nos asegura que la persona que va a juzgar nuestros traumas y comportamientos está más cuerda que nosotros? No pretendo infravalorar la valía de una buena ayuda psicológica. Algunos profesionales de la mente están muy preparados y alivian a los demás de sus sufrimientos y angustias con efectiva honestidad. En ocasiones, la terapia es fundamental para desanclarse de cosas, situaciones o personas que perjudican.
Ahora bien, de pasar algunas horas en una butaca, buscando alivio a conflictos internos, a querer moldear todas las mentes para que giren y taconeen con los mismos estímulos, creo que hay un abismo. Parece que lo que se busca es que todos miremos la vida desde el mismo ángulo y que nuestros rasgos distintivos se solapen para que respiremos igual, soñemos igual y disfrutemos con los mismos placeres. Pues por ese camino, dejarán de existir las disciplinas artísticas, las competiciones deportivas, los líderes políticos y -bueno, esto estaría bien- las toxicidades relacionales. Por mi parte, no pienso renegar de mis peculiaridades que son las que me hacen diferente, fomentan mi esencia y, además, me dan de comer.
Cuando un profesional intenta limar los picos que sobresalen de una personalidad, lo que está haciendo es igualar a esa persona con la gran masa. No digo que esto sea algo nefasto. Probablemente, en la mayoría de los casos trate de aliviar agobios, inseguridades u otras fuentes de dolor emocional que pueden ser tan distintas como seres humanos hay sobre el planeta. Ahora bien, si esa persona se para a pensar cómo sería su vida si esos picos que le pertenecen desaparecieran del todo, quizás no querría librarse del todo de ellos. Está bien conocerlos, identificarlos, pero ¿por qué eliminarlos de raíz? Está sobrevalorada la mente plana, que sólo huele margaritas en el campo y disfruta con un vaso de agua, porque considera que todo lo demás tiene ingredientes nocivos para la salud. ¡Pero si nos vamos a morir igual!
Mi amiga Faustina estuvo yendo una buena temporada a lo que entonces se llamaba un «loquero». Pasaban los meses y ella seguía con la terapia, sin darse cuentas de las consecuencias colaterales que eso iba a tener. Era una persona creativa, cuyo trabajo se cimentaba en esa creatividad. Pues bien, la consecuencia de tanta salud mental adquirida por «vía butaquil» fue que perdió el trabajo. Ya no era especial ni enamoraba con sus creaciones. Se había convertido en una «salud mental con patas y melena». Cuando se enteró de su despido, se fue a su psicólogo a pedirle que le devolviera «su locura», quería explicaciones claras de qué había pasado con su esencia. Ahora es funcionaria y trabaja de ocho a tres, las tardes las pasa ordenando los trabajos que hacía cuando era una infeliz persona especial, sin esa completa y demoledora salud mental.
El sábado pasado estuve almorzando en Cádiz. El sol espléndido nos recordaba la suerte de vivir en Andalucía, a pesar de los tantísimos días de lluvia que llevamos por aquí abajo. Tengo plena seguridad de que, en la tasquita en la que tomaba el aperitivo, nadie había ido al «loquero» Las conversaciones se sustentaban en la sanidad mental popular de toda la vida. «Fulanita, qué jersey más bonito, ¿es de cashmere?». Tocándoselo con mimo, respondió: «Que va, de casi doshmil». Risas por la barra, gritos de ¡otra tapita!, motes para identificarse: el «Cierrabares», el «Abrazafarolas». Salió de la cocina el que freía y le preguntaron por su familia. «Como no doy aquí abasto, me mandan cartas para que sepa de ellos». Francas carcajadas como respuesta, sin ansiolíticos ni blanqueadores del ánimo. Aire, luz, ingenio y esencia naturales y, sobre todo, bondad, mucha bondad, sin más misterios.