Sevilla, la soberana

Sevilla Morante
Paula Ciordia

Sevilla es el ejemplo de ser uno mismo y sólo así llegar a ser algo en la vida, en la historia. Sevilla es mamá de muchos. Es soberana de todos. Tiene su autoridad y es independiente. Sevilla tiene toros, toreros, afición y plaza. Y tiene tiempo, su tiempo, el tiempo.

Tiene ganaderías de distintos encastes, y hierros mitológicos, como Miura, que ha logrado anidar en nuestro lenguaje cotidiano y dar miedo sólo de pensar en sus andares indómitos.

Sigue teniendo toreros de mimbres geniales, escuela propia y con raíces de trono –porque Joselito será siempre de Sevilla y es Rey de Reyes–.

Tiene una afición que entiende de toros, que respeta a sus toreros –porque los conoce fuera del ruedo, como hombres– y que imprime en la faena un ritmo cadencioso que brota y hechiza, como el azahar al amor, con su ‘ole’ distinto a todos.

Y tiene plaza, que sin ser perfecta, ni redonda ni santa –ahí su pasado fratricida con la Monumental de San Bernando– , es la catedral del toreo en el mundo, y desde donde se ve la Giralda para que los sacerdotes, como mandan los cánones antiguos, no den la espalda a Cristo cuando van por las tardes a contemplar el milagro.

Sí, tiene tiempo, su tiempo, el tiempo. Tiene abril y goza de septiembre. Prefiere una verónica lenta, eterna, suspendida en el aire, que diez arriesgados chiquichiquis por detrás, porque Sevilla no tiene prisa –no la conoce–, saborea la eternidad, e impone la despaciosidad para el triunfo, consciente de que la gloria se conquista a través de la calma, de la tranquilidad, de la majestad del espíritu.

Y en ese tiempo, su tiempo, el tiempo, impera la religiosidad de una patria y de un pueblo. La tauromaquia en Sevilla sigue formando parte de lo sagrado. Despierta del letargo del invierno para Domingo de Resurrección, festeja la feria del ganado en Abril, se arrodilla en Corpus Christi y pide protección a San Miguel a las puertas del otoño para volver al campo.

Sevilla, por tanto, no es fruto de la casualidad sino del sentido. Un sentido que deslumbra por su derecho de resistencia ante un modo de vivir antiespañol – que impera a día de hoy en nuestra patria– que no resiste ni 12 horas sin electricidad, como hemos visto esta semana en un caos que no se restaura.

Sevilla resiste pese a las hordas de turistas que, precisamente atraídas por el misterio de todo esto, devoran con sus profanos ojos y ademanes el gusto de lo esotérico, es decir, de lo oculto, reservado. De ahí que muchos se quejen cuando llegan a Sevilla de que sea impenetrable o de difícil acceso. ¡Pero… cómo no! Sevilla es ese pañuelo blanco almidonado que no se puede manchar con el primero que pasa.

Hoy que enarbolamos como nuestro lo que no es nuestro. Hoy que reivindicamos derechos que no son tales. Hoy que hemos perdido el norte. Nos urge el sur y el centro del que habló Belmonte navegando hacia América. Nos urge meditar sobre lo importante. Nos urge reconsiderar si no debiéramos apostar por un gran apagón y recuperar en nosotros la soberanía perdida.

Ahí está Sevilla, la reina madre soberana. Si mañana la sitian o se amotina consigo misma, sobreviviría. Porque no ha dejado –y esfuerzo le cuesta– que otros desde fuera arrasen con sus toros, sus toreros, su afición, su plaza, su tiempo. Y por ende: no ha borrado la historia de su historia, no ha cambiado su silencio y su batuta, no ha traducido a otros idiomas su ‘ole’. Porque impera el ‘si te gusta bien, si no también’.

De ahí Sevilla, la soberana. Porque, como dije al principio, tiene de todo. Y en ese todo a Morante de la Puebla, el Torero por el que el Duende se apodera de su carne, y el Arte se hace visible en lo invisible.

Y por todo esto hoy ostenta la majestad de la soberanía de Sevilla –y por ende en el orbe taurino– un hombre que ríe y llora al mismo tiempo. Que sufre ante la vida que se revela en un absurdo, para un torero que quisiera vivir ajeno, en una alquimia imposible, donde preservar su salud y ser traspasado por el mundo al mismo tiempo. (Continuará…).

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