El secuestro del Poder Judicial
Se ha perpetrado un golpe institucional contra el órgano de gobierno de los jueces. Gracias a los apoyos parlamentarios del Gobierno socialcomunista, las Cortes han aprobado el bloqueo funcional del Consejo General del Poder Judicial. Le han amputado, sin anestesia, una de las funciones constitucionales que tiene reservada en exclusiva: el nombramiento de las altas magistraturas de la carrera judicial (art. 122.2 de la CE).
Las serias dudas sobre la constitucionalidad de esta reforma están a flor de piel. Recuérdese que, conforme determinó la STC 108/1986, «las funciones que obligadamente ha de asumir el Consejo son aquellas que más pueden servir al Gobierno para intentar influir sobre los tribunales»; y, entre esas funciones, se encuentran precisamente los «nombramientos» que la reforma impide. Mutilar así a un Consejo que está legítimamente constituido no parece muy ajustado a la Constitución y al exigible respeto a la separación de poderes.
Tanto en la forma como el fondo, este bloqueo funcional del gobierno de los jueces evidencia el menosprecio de algunos por aquellas instituciones que puedan poner freno a la expansión incontrolada de su poder ejecutivo.
La reforma se ha hecho, valga la expresión coloquial, «con nocturnidad y alevosía»; es decir, mediante el ardid parlamentario de presentar una «proposición» de ley para eludir los controles y garantías que exigiría un «proyecto» de ley; entre otros, la solicitud de estudios e informes del Consejo de Estado, del Consejo General del Poder Judicial, de las asociaciones judiciales, de la Comisión de Venecia, etc. Lo explica muy bien Ignacio Gomá en su artículo «En nombre de los ciudadanos: cómo controlar el CGPJ» (Expansión, 4 de febrero de 2021).
Muy pronto se ha olvidado el toque de atención dado a España por la Comisión Europea, hace escasos tres meses: «Es importante que cuando los Estados miembros reformen su sistema judicial, lo hagan llevando a cabo las consultas necesarias con todos los actores relevantes, incluyendo la Comisión de Venecia y la oposición». No se ha oído a nadie; no se han cumplido los estándares europeos y este tipo de reformas pone en riesgo los fondos que han de llegar de la Unión Europea.
No ha sido una maniobra inocente y bienintencionada. Impedir que el Consejo General del Poder Judicial, actualmente en funciones, cumpla legítimamente una de sus misiones constitucionales tiene como finalidad encubierta ―o no tanto― chantajear al Partido Popular para que claudique y acepte, por enésima vez, el reparto de patrocinios y padrinazgos entre los vocales del futuro Consejo. Es como una pataleta infantil: «Si no puedo jugar, pincho el balón»; pero tiene graves consecuencias institucionales y de confiabilidad en el sistema.
Está visto que al Gobierno y a sus socios no les interesa la regeneración democrática del CGPJ. No les interesa atender las reiteradas llamadas de atención desde Europa para acabar, de una vez por todas, con el riesgo de corrupción inherente a la elección partitocrática de los vocales judiciales. No les interesan vocales independientes, sino afines y comprometidos con la causa. No les interesa democratizar el sistema y que sean los gobernados (jueces) quienes elijan, al menos, a doce de sus gobernantes. ¿Qué mayor expresión democrática que un juez/un voto?
Quienes han mutilado la plena funcionalidad constitucional del CGPJ están impacientes por colocar sus camisetas rojas y moradas a un buen número de vocales. Al fin y al cabo, son teléfonos a los que llamar en caso de necesidad. Y parece que las perspectivas judiciales no pintan demasiado bien para el ciudadano Iglesias (otrora vicepresidente segundo) y su partido. Bien claro lo dejó aquel wasap que Cosidó envió a su bancada: la finalidad del reparto de sillones es «controlar» a los jueces desde la puerta de atrás. Como señala el profesor Nieto, «en la partida, quien coloca las piezas (los jueces) es el CGPJ. Quien domina el Consejo domina el tablero y la estrategia no puede ser más sencilla: la conquista del Consejo y, desde allí, la ocupación del tablero».
Si bien se mira, este episodio es uno más en la hoja de ruta seguida por la coalición que gobierna los destinos del Reino de España para dinamitar el equilibrio de pesos y contrapesos en las instituciones del Estado. Su voracidad de poder es insaciable.
Primero fue la subordinación de la Abogacía del Estado a los intereses partidistas de La Moncloa. Poco después vino el asalto a la Fiscalía. Ya lo había anticipado el presidente del Gobierno, en noviembre de 2019, al ser entrevistado en Radio Nacional de España: «La Fiscalía, ¿de quién depende?, ¿de quién depende?», preguntaba retóricamente el presidente Sánchez a su entrevistador. «Depende del Gobierno», respondió este último sin dudarlo. «Pues ya está…», zanjó el presidente.
Dicho y hecho. En enero de 2020 colocaba como mandamás de la Fiscalía General del Estado a su ministra de Justicia, Dolores Delgado, quien cambió de zapatos de un día para otro. Hoy, los tacones de ministra; mañana, los de fiscal general del Estado. Fue la toma de la Fiscalía por las tropas del Gobierno. En palabras de Cristina Dexeus, presidenta de la Asociación de Fiscales: «una manera muy clara de indicar que el Gobierno quiere tener sometida a la Fiscalía». Así lo entendió también, sin el más mínimo rubor, Alberto Garzón, ministro comunista poco atento a sutilezas, quien defendió este nombramiento aseverando que la Fiscalía «depende jerárquicamente del Ministerio y de la Presidencia del Gobierno». Su comentario mereció la reprobación de las asociaciones de fiscales. Pero el ministro no mintió; sencillamente se atuvo a los hechos.
La Jefatura del Estado tampoco ha resultado indemne. Miembros del Gobierno lanzan mensajes, un día sí y otro también, cuestionando la legitimidad del rey Felipe VI. En lo que afecta a su relación con el Poder Judicial, desde el Gobierno se vetó la asistencia del monarca al acto de entrega de despachos de los jueces de la 69 promoción en Barcelona, con la inverosímil y pueril excusa de no poder garantizar su seguridad. Toda una afrenta al rey y a los jueces, quienes por mandato constitucional (art. 117.1) administran justicia, precisamente, «en nombre del rey».
Ahora toca someter al último bastión de independencia y contrapeso de poderes: los jueces. Ya en la sesión de investidura, Pablo Iglesias no perdió la oportunidad de lanzar una andanada contra los jueces, poniéndolos en la diana: «togados de ideología reaccionaria», dijo. Algún tiempo después, su colega, el ministro de Consumo, no le anduvo a la zaga en sus desahogos tuiteros: «jueces llenos de la soberbia de su casta», «refugio del franquismo», «reaccionario brazo judicial», fueron algunas de las lindezas que, con evidente desprecio, nos dedicó.
Es una técnica de manual. Primero, se agitan las masas de fieles y acríticos desinformados con campañas de propaganda para desacreditar aquello que se quiere asaltar o derribar. Se genera así, con mensajes simplistas y repetitivos, la existencia de un problema irreal; y, después, se ofrece una solución traumática. Ya estaba inventado. Goebbles, maestro de la manipulación durante el Tercer Reich, lo tenía muy claro cuando desarrolló los once principios de la propaganda nazi.
En esta tesitura, secuestrar el normal funcionamiento del CGPJ no es la solución para afrontar el problema de su politización, sino la excusa para doblar el brazo de la oposición, repartirse de nuevo el botín y mantener el status quo al menos otros cinco años.
Por supuesto que urge renovar el Consejo; pero, es más urgente desmantelar las interferencias políticas y partidistas que lo atenazan. La regeneración es lo primero, la renovación vendrá después. Quienes ponen el grito en el cielo porque el Consejo lleva más de dos años en funciones son los mismos que se niegan reiterada y rotundamente a democratizarlo con arreglo a los estándares que nos exigen en Europa: elección de los vocales judiciales por los propios jueces.
Bueno es recordar que hace unos meses, en septiembre de 2020, la coalición del Gobierno y el resto de las formaciones de izquierda y nacionalistas que lo sustentan, votaron en contra de tomar en consideración una proposición de ley para modificar el sistema de elección del Consejo ajustándolo a los cánones recomendados por las instituciones europeas. Solo PP, Vox y C’s votaron a favor de devolver a los jueces la capacidad de elegir a los doce vocales judiciales. De haberse tramitado y aprobado la propuesta, el Consejo General del Poder Judicial ya habría sido renovado democráticamente.
Sin embargo, el Gobierno y sus socios tienen otras intenciones. Han optado por diseñar una estrategia de estrangulación y secuestro de la Justicia hasta que no sea más que una caricatura de independencia. Bloquear la funcionalidad del Consejo General del Poder Judicial ha sido solo una primera escaramuza. En el cajón está la preocupante reforma para renovarlo por mayoría simple ―censurada con severidad desde la Unión Europea―, pudiendo así colocar exclusivamente a vocales de la coalición gubernamental y sus afines. De este modo se controla la carrera judicial por la cúspide, por sus altos cargos. Pero, también se pretende controlar desde la base, a través de los nuevos jueces. Para ello ya ha comenzado la campaña de desprestigio de la forma objetiva de acceso, apuntando falaces argumentos sobre desigualdad de oportunidades por razón de sexo y situación económica de los aspirantes; falsedades que han sido desmontadas con datos oficiales y contrastados.
O reaccionamos, y Europa toma cartas en el asunto, o regresamos a los principios de «unidad de poder y coordinación de funciones» que estableció el régimen franquista en el artículo 2 de la Ley Orgánica del Estado de 1967. Principios, por cierto, coincidentes con los propugnados por el caudillo bolivariano Hugo Chávez cuando, en una de sus populistas alocuciones, dijo: «El tiempo es propicio para que todos los poderes, liberados del lastre de su división —como consecuencia de una nefasta herencia que debemos superar más temprano que tarde— trabajen coordinadamente como lo exige el constitucionalismo popular que toma forma en Venezuela y en nuestra América».
Para este siniestro personaje, mentor intelectual de conocidos líderes políticos en España, la división de poderes es un «lastre» del que hay que «liberarse»; es una «nefasta» herencia que hay que «superar». Y ¿cómo se supera?, pues trabajando «coordinadamente». Todos al servicio del poder único, del caudillo, del líder.
Malos tiempos para la independencia judicial.
Alfredo de Diego Díez es Magistrado. Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Procesal de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla).