El Rey, Nadal y… eso, Sánchez
El gentío siempre quiere admirar a alguien. En la política española -digo yo- sólo ha existido un presidente, Adolfo Suárez, que deslumbrara, claro está que únicamente por un corto tiempo; a lo sumo, tres años. Después «me aplauden, pero no me votan», decía, y era verdad. Aun en su caída, ya fuera de la Presidencia y al mando de ese invento estúpido del Centro Democrático y Social, el duque era mirado con tanto respeto como lejanía.
Luego no ha habido otros jefes de Gobierno que encelaran al personal: Calvo Sotelo, siempre hierático en su superioridad intelectual, se equivocó de país para gobernar, éste se le quedaba estrecho; Felipe González destilaba sensualidad política, pero nadie le tenía como un magnífico ejemplo a seguir; Aznar pareció siempre el prefecto de la clase al que se le suponía jerarquía, pero ninguna empatía popular, ese término psicológico de reciente creación que manejan sobre todo los especialistas en la venta de humo; Zapatero, era un prodigio de estulticia al que, si no hubiera existido la trágica casualidad que le llevó a La Moncloa, se hubiera podrido como pasante de un abogado provinciano; Rajoy era un cachondo que no guardaba el menor interés en ser aclamado por el vecindario, siempre fue un outsider de política; y, por fin, Sánchez, este tipo de ahora mismo: un mamarracho mentiroso y traidor que no puede salir a la calle porque la gente le apalea. O cosa parecida.
Ahora, el gentío nombrado tiene, sin embargo, a quien admirar: al Rey y a Nadal. Ambos encierran lo mejor de la tipología hispana: la pertinacia, la humildad no fingida, la imborrable capacidad para cumplir con el deber, la valentía más real en los momentos en que las ratas huyen asquerosamente, y también su indeleble afán de victoria. Nadal la ha perseguido invariablemente durante casi treinta años, y el Rey se la gana cada vez que comparece en público.
A los dos se les quiere ver; se les admira sin duda. Uno, porque nos ha hecho vivir, como hace años Indurain, los mejores tiempos del deporte español, y otro, el Rey, porque está donde debe estar, nunca se ha colado en lugar alguno donde no hubiera sido invitado, y encarna en sí mismo la seguridad de que esa España que Sánchez y sus malvados cuates quieren volar va a permanecer. O sea, Nadal hasta hace un minuto pronosticaba por triunfos sus partidos, Felipe VI siempre responde a lo que se quiere escuchar de él. Gana en la corta, en la media y en la larga distancia.
Ahora mismo, cuando el Estado se deshace víctima de la felonía de sus gobernantes, el gentío necesita «algo» o «alguien» al que agarrarse. Nadal, Rafa para el mundo entero, se ha marchado tras un homenaje aldeano, pobre, pero se ha despedido sin un mal gesto, agradeciendo lo bien que se le ha tratado.
El Rey encabeza la clasificación de las figuras españolas de los 2000. Él ha salvado a un Estado fuguista que decidió desaparecer en la riada como si el agua a borbotones se lo hubiera llevado por delante. Recuerdo la frase de un monárquico antiguo sobre el mejor Rey Juan Carlos I: «Cuando los demás no saben dónde están, él siempre está del lado correcto».
Esta sentencia es, realmente, la única herencia que Felipe VI ha heredado de su progenitor. La España de finales del 24 es un zulo inhóspito que alberga lo peor del alma humana: la mentira, la corrupción, el descrédito, la desvergüenza, la chulería arrabalera… todo eso es Sánchez, del que todos abjuran (hay que ver lo que dicen en privado los desaprensivos del PNV) pero le necesitan porque siempre accede a sus chantajes. El sujeto está despedazando España mientras urde estrategias sin fin para intentar que su señora, una consagrada perdularia, no sólo salga indemne de todas sus fechorías, sino que las siga repitiendo.
Compárese la conducta bravucona y altanera de la señora de Sánchez con el aguante estoico y hasta agradecido que la Reina doña Letizia acreditó en Paiporta. Los que la conocemos de antaño no nos hemos llevado sorpresa alguna: en pleno caos por el derrumbe de las Torres Gemelas, la entonces periodista Letizia Ortiz se subió a la terraza de un edificio de cincuenta pisos y desde allí, azotada por el viento y las aspas de los helicópteros cercanos, realizó uno de los más prodigiosos directos que se hayan visto en la televisión española. Doña Letizia tenía el aguante de fábrica. Así lo demostró en Paiporta, soportando los barrazos que tiraron indiscriminadamente algunos lugareños.
Nadal, siempre cercano a la bandera española, y el Rey, sin necesidad alguna de envolverse en ella para acreditar su patriotismo, representan exactamente lo contrario a lo que significa este individuo, Sánchez, que está desguazando un país que no le pertenece. Ambos se hallan en el peor momento de sus relaciones; por hoy, no nos fijemos en el conflicto. Las peores características del español de siempre son las que engordan el ego descomunal de este tipo que aún habita en La Moncloa.
«El español que más reniega de España es el que más ahonda y arraiga en su hispanidad», dejó escrito Salvador de Madariaga, uno de los intelectuales del siglo XX que ahora no tiene traslación alguna en la España actual como no sea Fernando Savater, cada vez con más números para pasar a la historia de los hombres ilustres de nuestro país.
Sánchez ha arrasado con la conciencia nacional, de tal modo que ya el gentío ha tirado la toalla porque cree, con toda la razón del mundo, que contra un granuja de esta categoría sin principios, ni fundamentos, ya nada se puede hacer. Que el pervertido se puede eternizar.
Es el envés de un dúo Felipe VI-Nadal lo único que ahora mismo nos mantiene en pie como Nación Milenaria. Entre la pléyade de monarcas españoles, Felipe VI será recordado como uno de los mejores junto, quizá, Carlos I y Carlos III.
Nadal seguirá siendo dueño de todos nuestros cromos nacionales. Sánchez, todavía sin culminar su imperdonable felonía, aparecerá en la Historia como el sujeto que quiso destruir España por el solo interés de permanecer en el machito. Por eso, el Rey, Nadal y… eso, Sánchez. Exactamente eso.