El Rey asume todos sus poderes

Rey Sánchez
  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

La pregunta no es más que esta: ¿Hasta dónde quiere llegar el Rey en su decisión de alejarse de Sánchez? En algún caso, el término «alejamiento» se podría sustituir por otro mucho más comprometido: confrontación. Cualquier observador más o menos listo, está apreciando que de un tiempo a esta parte Felipe VI marca distancias con el presidente del Gobierno, de su Gobierno. Dicho en castizo: el Rey ya piensa, decide y por su cuenta. Gran noticia. Esta constancia no es precisamente un eufemismo; nada de eso, tiene una comprobación práctica. Ciertos de los movimientos más recientes caminan en esa dirección; su permanente presencia en la Valencia arrasada por la maldita DANA, sus afirmaciones rotundas en el discurso navideño pleno de advertencias nada oblicuas sobre la imprescindible regeneración de la vida política, en fin, su total falsa de sintonía en esta intervención con el estulto balance de Sánchez, bastan para acreditar que el Rey está dispuesto -lo estaba ya- a actuar por su cuenta sin sometersea la vigilancia (o al desdén) que, de común, le depara el Ejecutivo.

Todo lo antedicho es tan palmario como arriesgado. Es de suponer que el Monarca y su jefe de la Casa, Camilo Villarino, han calculado con precisión de entomólogos los peligros que encierra un enfrentamiento, más o menos nítido, a campo abierto, con el autócrata de La Moncloa. Seguro que Villarino, prudente pero atrevido, se acoge a este respecto a la enseñanza de ese cuento antiguo en el que la madre abadesa de un convento iba modificando de forma copérnica las entretelas de su pequeña congregación con apelaciones tan oblicuas como inteligentes: «Como diría nuestra querida y predecesora madre…». En poco tiempo del monasterio antiguo no quedó piedra sobre piedra. Para el caso que nos ocupa el sucedido se podría relatar así: «Como haría nuestro recordado Jaime Alfonsín…», o sea, poco que ver con los usos cautelosos y las acciones, a veces incomprensiblemente recatadas, de la anterior Casa del Rey, tan cuidadosa siempre de no provocar el encono de los sucesivos responsables de la guardería política de Sánchez.

La vida dentro de esa Casa no tiene pinta -parece- de improvisación alguna, tampoco puede entenderse que el proceso de cambio no cuente con el placet del Rey, sin él tal proceso resultaría imposible de cumplimentar. Aquí se trata de rellenar tres elementos significativos: el primero, practicar un alejamiento activo, sin que se note demasiado, de esta Presidencia tóxica que nos ha tocado padecer; el segundo, asumir, hasta donde la Constitución le otorga, todos los poderes que ésta le depara, que tampoco son tan cortos; el tercero, el más visible, construir su agenda propia sin tener que acordarla, a veces de forma traumática con los Óscar López de turno. En algunos momentos -caso de la inútil y sectaria alcaldesa socialista de Catarroja- el plan se ha convertido en un acto clamoroso de filiación e independencia. Al fin y al cabo es de lo que se trata en la revisada estrategia de La Zarzuela.

Es cierto, sin disimulo alguno, que la nueva política ya ha producido conflictos, los públicos (ninguneos, desprecios…) y los todavía recónditos. El autócrata y sus innumerables paniguados, no toleran, ni han tolerado, que el Rey, se mueva, tome aire, sin la respiración asistida que ellos le pueden proporcionar arbitrariamente. Hace tiempo el citado, ahora ministro de no se sabe qué, se oponía de forma sistemática a las extravagancias (así denominadas en Moncloa) del Rey y su pequeña Corte.

Los herederos del susodicho han metabolizado este legado. Villarinos tiene, como indican los castizos, percebes en la entrepierna para encarar situaciones comprometidas, se las sabe todas por lo que seguro que almacena el recuerdo de algún antecesor suyo que se topó con momentos especialmente difíciles. Por si acaso, aquí queda el recuerdo: en la etapa más sucia del Gobierno de Felipe González, el Rey Juan Carlos se dispuso a construir un alegato muy directo contra la corrupción que por entonces anegaba la vida española: desde la Cruz Roja o el Boletín Oficial del Estado, al CNI o la Guardia Civil. El círculo de hierro que rodeaba a González, dispuesto a seguir en el machito a cualquier precio, segó en primera instancia, el primer cotejo, la advertencia Real; se produjo un tira y afloja digno de ser narrado en su totalidad, y el titular de la Casa del Rey logró que, al menos en su forma más explícita, la intervención de Don Juan Carlos quedara significada. Pero fue un éxito parcial de los entrometidos.

Es una buena rememoranza para este instante en que la corrupción sanchista es tan flagrante como aquella de la que González se enteraba por la Prensa (sic). El Rey respira autónomamente, tiene el respaldo del común de la opinión pública española que aprecia que la Corona es la única institución no sometida a los dictados del okupante de La Moncloa. Si el Rey permaneciera quieto como si aquí no sucediera nada, la turba sanchista se le hubiera comido por las patas, como al felón Conde Pumpido, o al pobre fiscal del Estado, como al Congreso de los Diputados subsumido en la voluntad de la señora Armengol o del engrasado secretario general a sueldo de los caprichos irregulares del sanchismo. Si se hubiera postrado de hinojos ante el chantaje del presidente, del Rey no quedarían ya ni las raspas. Felipe VI tiene que ir a por todas, como lo está haciendo, a favor de la Monarquía Parlamentaria, y claro es que debe seguir acreditado una habilidad casi taurina, porque los enemigos a lidiar son los miuras de la política nacional, avisados todos y alguno bizco, morlacos que no respetan ni principios, ni fundamentos. Llegados a este instante podemos escribir con júbilo: El Rey ha tomado sus poderes, y ello sin comilla alguna.

Bienvenido al cambio de rumbo, una vereda constitucionalmente estrecha, por la que tiene que pasear con similar destreza a la de Uri Geller, pongamos el ejemplo de un prestidigitador histórico. Don Felipe VI tiene al país al lado y, con certeza al Gobierno persiguiéndolo por la popa. Un solo error le puede llevar a Cartagena, el destino inconcebible de su bisabuelo.

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