Reformar la Justicia o amordazarla

Justicia, Poder Judicial

Los que tanto alardean de entender que la justicia es un servicio público, al que le faltan medios personales y materiales y elementos de gestión, en realidad estos les preocupa una higa. A los reformistas que quieren dar un vuelco al Poder Judicial configurado por la Constitución de 1978 dentro de un sistema de separación de poderes y del Estado de derecho y la legalidad, en verdad no les interesa ni la administración de justicia ni la calidad y eficiencia de la misma. Solo importa el control, a ser posible ideológico, de la misma, porque entienden que no tiene que ser algo muy diferente al Banco de España, a los organismos reguladores, donde la descarada ligazón con las decisiones gubernamentales determina sus acciones.

Ya lo reflexionó Manuel Marchena hace no tantas fechas al declarar que un momento tan crítico como el que vivimos, con la mayoría parlamentaria precaria y al borde de un suspiro, no puede ser el marco desde el que se aborde una reforma de la justicia. El plan es muy sencillo: intentar desdibujar la independencia judicial. Que no beneficia ni perjudica a nadie, porque los magistrados solo sirven a la legalidad y a la seguridad jurídica. Con el arsenal de procedimientos judiciales en curso, que hoy tiene tanto alcance para la ciudadanía española, la legislación motorizada que se pretende aprobar necesitaría, cuando menos, un pacto de Estado. Ya hemos dicho en muchas ocasiones que la democracia española va despeñándose por la falta de consenso en los asuntos centrales como la política exterior, la defensa, la energía y un modelo respetuoso hacia el ámbito de actuación de los Tribunales de Justicia.

Seguramente haya que regularizar a los interinos que desempeñan funciones jurisdiccionales, y podría debatirse el sistema de selección y acceso a la carrera judicial. Y puestos a aceptar intelectualmente la investigación de los delitos, podría ponerse sobre la mesa las competencias del juez instructor y del Ministerio Fiscal. En democracia todo es planteable, analizable y mejorable. Pero lanzar como un dardo incendiario reformas legales en una situación tan conflictiva y con una evidente intencionalidad pragmática y de interés político es absolutamente rechazable. Que instruyan los delitos los fiscales sin reformar realmente su Estatuto Orgánico para garantizar su independencia de actuación obedece a un claro propósito. En especial cuando el actual Fiscal General del Estado se encuentra en el umbral del procesamiento.

Las leyes se pueden aprobar pírricamente y pensar que el sistema que garantiza nuestros derechos y libertades no va a resultar dañado. Reformar la justicia no debería ir de ideologías pequeñas ni de poner parches a los apuros que algunas causas judiciales generan a los que circunstancialmente ocupan el poder. Porque ninguno es eterno, y tarde o temprano cualquier ciudadano, por muy relevante que en su biografía haya sido, deberá enfrentarse al examen de sus actos y al juicio de la historia.

Querer capitidisminuir la justicia apelando a aquello que precisamente la diluye en su independencia, es una herida abierta para una sociedad verdaderamente democrática, digna y que cree en la igualdad de todos ante la ley. Como ya anticipó Montesquieu con fulgor casi profético: «Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa». Y ahí descansa la raíz del desacuerdo. No es la justicia la que incomoda, sino su vocación de imparcialidad, su obstinada voluntad de no inclinar la balanza aunque tiemble el suelo bajo los escaños.

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