¿Qué va a quedar de España?
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Mala pregunta. Pregunta rebasada. La correcta es: ¿Qué queda hoy de España? Hace cuarenta años, Federico Jiménez Losantos, desde Cataluña, donde le estaban haciendo la vida imposible, tanto que terminó en un atentado, lo denunciaba en un libro premonitorio: Lo que queda de España. Realmente, si hoy escribiera la enésima edición se encontraría con que las denuncias pasadas se han quedado pálidas ante las realidades de ahora.
Tres ejemplos de actualidad rabiosa: ¿Pudo prever mi antiguo amigo que el presidente del Tribunal Constitucional se mostrara dispuesto a asesinar a la propia Norma Suprema? ¿Pudo anticipar que el fiscal general del Estado fuera un presunto delincuente a un ápice de convertirse en delincuente en toda regla? Por fin: siendo y como afortunadamente es Federico, un buen profeta, ¿pudo imaginar entonces que el presidente del Gobierno y toda su familia estuvieran atrapados por aberrantes casos de corrupción? Pues eso: ya está a punto de no quedar nada de España entre el bostezo general y culpable de la sociedad civil y la escasa eficacia de la oposición política.
Más casos. Estos días está ocurriendo un episodio nuclear: la retirada de nuestros Cuerpos Estatales de Seguridad de los puertos y aeropuertos vascos y catalanes. El gentío asiste a este desmembramiento como si nada estuviera ocurriendo, a lo más se dice a lo castizo: «Bueno, ¿y qué pasa ahí?». Pues sucede que este es el penúltimo privilegio que un desalmado ha cedido a sus socios de ocasión, las fronteras del país, los límites que configuran, como ningunos otros, un estado independiente.
Y la gente, tumbada, a la espera del próximo fin de semana para soltar improperios en un atasco o protestar porque no encuentra mesa en un restaurante más o menos arreglado de precio. Eso es lo que preocupa. Conocida es aquella veterana sentencia de Bismarck que ironizaba sobre lo mucho que habíamos trabajado los españoles para destruir España. Ahora diría algo peor; diría: «Hay que ver cómo sestean los españoles viendo con extremada pereza, cómo unos furiosos iconoclastas se cargan el país más antiguo de Europa».
Rechistan/amos sí, pero ni siquiera nos asustamos por lo que no están haciendo. Lo último que sisean algunos avisados es que Sánchez tiene como propósito cercano terminar con el Senado actual, sencillamente porque ahí todavía no manda. Mientras, ha encargado a su mamporrero de cabecera, el siniestro Bolaños, que articule, junto con los enterradores que le acompañan, todo un sistema barrenero que acabe por fin con la independencia de la Justicia, de la que ahora mismo ya sólo quedan los tribunales, y no todos, y esforzados jueces a los que no les da la gana perecer bajo la guadaña de este ser infernal que ocupa (okupa) la Moncloa. Es otro zarpazo.
Con los Ejércitos callados, sólo activos cuando se les manda al exterior, acríticos incluso desde instancias respetables, como la Hermandad de San Hermenegildo; la Iglesia rezando, sin mucha eficacia (Dios parece estar en otra cosa), por eso que el nacionalismo franquista llamaba «el alma de España»; las Academias (la Real, la de la Historia, la de Ciencias Jurídicas, la de Ciencias Morales…) empedradas en su astenia; las universidades negadas a ser el impulso creador del país; y, claro está, el personal, como ya está dicho, contemplando desde el tendido el espectáculo de un autócrata que ya ni siquiera legisla, escondido porque donde va le atizan salivazos, díganme ustedes, ¿qué queda de España?
Golpe a golpe (de Estado) este historicida está destruyendo a posta la España mejor definida desde 1802, la España de la Constitución de 1978. Se ha dado el morro con la morralla: los independentistas que se sienten de otra galaxia extranjera, y los comunistas más o menos dirigidos por esa infantiloide individua, Yoli Díaz, que cada vez que habla decide que la Tierra se vuelve plana. Con ellos continúa en el machito. Lo demás le importa una higa.
En el hemisferio nacional queda la Monarquía. Fíjense en la distancia que existe entre este Rey ejemplar, Felipe VI, acudiendo con gallardía al segundo entierro, el primero fue en Méjico, de Rafael Altamira, un intelectual del exilio hasta ahora desconocido, y Sánchez, el sujeto que se dedica a remover tumbas y desempolvar memorias con el único fin de acrisolar su infecto fin: dividir a España en dos facciones irreconciliables al estilo de lo que intentó en 1934 su antecesor, el criminal Francisco Largo Caballero.
¿Qué va a quedar de España? ¡Pues qué va a quedar si ya no queda casi nada! Cuando Sánchez consiga desmontar al Rey de su caballo jerárquico, ya habrá cumplido con sus intenciones. Sólo queda esto, la sufrida Corona; por tanto, díganme otra vez: ¿Se les ocurre algo que quede de verdad?
Hace años nos reíamos con que sólo contaríamos con la selección de fútbol y El Corte Inglés. Pues bien, la primera está a punto de desaparecer arrasada por el tsunami de las regionales que Sánchez ha convertido en nacionales. ¡Ah! Y no esperemos nada de esa UEFA, FIFA o yo qué sé, porque al tal Infantino únicamente le mueve el gusto por la pasta.
¿Y los almacenes? Pues ya no son indiscutibles ¿Qué le interesa a él, el psicópata, este país deshilachado que mal que bien aún se llama España? No pretendo remedar con esta crónica el pesimismo agudo y brillante de Pérez-Reverte, pero me asocio con él en su acusación sobre las causas de lo que está ocurriendo en nuestra -repito- Nación más antigua de Europa.
La izquierda de Sánchez está en la construcción del internacionalismo leninista sin fronteras; la derecha en un ejercicio de contemplación agónica que aún confía en que todo se solucionará porque a la Nación del SOL no le puede estar ocurriendo todo esto. Lo que queda de España, fotografiaba Jiménez Losantos hace cuarenta años. La respuesta, hoy, febrero de 2024, es nítida, terrible: casi ná. Eso, para no ponernos todavía más trágicos.
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