Óscar Puente y la depravación sin remedio del PSOE
Hace unos años, después de la defenestración de Sánchez de la Secretaría General del PSOE y de la convocatoria de unas primarias que acabó ganando -en una gesta heroica que invita a no minusvalorarlo jamás-, asistí a un almuerzo con Óscar Puente, el alcalde de Valladolid, afecto al ínclito. El señor Puente es un pijo de Valladolid, que viste como si fuera de la gente bien del barrio de Salamanca de Madrid, de la calle Núñez de Balboa, por ejemplo, la de los fachas; que tiene una esposa muy competente, ni más ni menos que magistrada. Puente veranea en Marbella e Ibiza a todo trapo -como ha descrito OKDIARIO con todo lujo de detalles-.
Es un alcalde que ha remunicipalizado los servicios públicos jodiendo a los habitantes de la ciudad, que ahora pagan por el agua un 30% más que antes -incluidos por supuesto los pobres-, que gobierna gracias a Podemos, que no ha hecho una inversión en la capital en todo su mandato y que, como buen talibán del ecologismo, la tiene hecha un cristo, con los carriles bicis masivos que está construyendo por doquier; para rematar la faena, tiene una historia personal parecida a la de Zapatero y su abuelo el capitán Lozano fusilado en la contienda. Es decir, que está poseído por el resentimiento ‘guerracivilista’ que acompaña a tantos socialistas del momento.
Aquel almuerzo con Puente, que es el portavoz de la Ejecutiva del PSOE, pero que no ejerce -porque está centrado en deteriorar su ciudad y porque quizá es consciente de que su propensión al exabrupto podría causar dificultades a Sánchez- fue providencial. Nos adelantó sin atisbo de duda cuál sería el resultado de las primarias socialistas: “Va a ganar Sánchez de calle”. Entonces, algunos incautos como yo pensábamos en las posibilidades de Susana Díaz, pero el fin de semana siguiente a esa comida visité a mis padres en el pueblo, donde gobierna la izquierda inmisericordemente desde las primeras elecciones locales en democracia y me di cuenta al instante del pronóstico certero del señor Puente.
Los socialistas de mi pueblo de la ribera de Navarra, que son genuinos, no soportaban a Susana Díaz por andaluza, por su lenguaje verdulero, por su acento cañí, pero sobre todo porque, liquidando a Sánchez, había propiciado que la derecha nefanda de Rajoy siguiera gobernando, y esto es una cuestión de Estado, crucial para cualquier militante que se precie. Para avalar su pronóstico finalmente acertado, el señor Puente nos dijo: “En las casas del pueblo del PSOE he visto a militantes quemar carteles de Felipe González”. ¿A que muchos de ustedes no lo habrían imaginado jamás?
A mí no me sorprendió en absoluto. Mi amiga Sacramento, de izquierdas de toda la vida, votante en aquellos idus de Felipe González, hace tiempo que le ha puesto la cruz. Desde que, según ella, vive como un burgués y gana mucho dinero. A Alfonso Guerra, que hasta hace poco era su favorito, ya tampoco lo aguanta porque ha empezado a criticar agresivamente a Sánchez y se ha convertido, como tantos, en un desviacionista. Para Sacramento, para los socialistas graníticos de mi pueblo -es decir, los que odian cervalmente a la derecha-, para la izquierda mostrenca todavía afín al PSOE, Sánchez es el hombre del momento. Y lo que es peor, ¡del futuro!, ya se hunda el país o caiga Roma de nuevo.
Este exordio largo y quizá tedioso viene a cuento porque algunos nostálgicos y sentimentales aún vislumbran la posibilidad de que el Partido Socialista se rehabilite, se recomponga, aborrezca, combata y acabe venciendo a quien lo ha conducido a las más altas cotas de la depravación. A estos me atrevo a decirles, modestamente, que, aunque yo no he votado jamás a los socialistas, pero los conozco mejor que a la madre que me parió, esta aspiración tan noble no será colmada. Mi admirado Fernando del Pino Calvo-Sotelo, uno de los mejores escritores de la prensa española, que ha diagnosticado a la perfección la degradación de la marca a cargo de Sánchez, desmintiendo su dependencia de Iglesias y revelando con detalle su simbiosis total con los rupturistas del espíritu constitucional y de la nación española, imagina equivocadamente que todavía debe haber gente con poder y ganas de centrar sus esfuerzos en crear un Partido Socialdemócrata ilusionante. Vana ilusión. Esto no tiene visos de ocurrir. El socialismo convencional está completamente destruido. Para siempre.
Da igual lo que digan el señor González o el señor Guerra, enemigos irreconciliables, pero juntos en el reproche a la deriva apocalíptica en la que se encuentra el PSOE que ellos reconstruyeron en democracia. Da igual rememorar a Alfredo Pérez-Rubalcaba, que, a pesar de los que lo reivindican con pasión, fue un colaboracionista con Zapatero, y por tanto un agregador de todas las miserias que han ensuciado irreparablemente el partido. Éste ha cobrado -y Rubalcaba no sólo no fue capaz de impedirlo, sino que lo propició- una vida nueva ‘Frankenstein’ que él apuntó con su fina inteligencia pero que, al cabo, contribuyó a parir.
¿Cómo? Desde el mismo día en que instigó el cerco a la sede del PP con motivo del atentado del 11-M de 2004, en un acto de deslealtad mayúscula. Desde el mismo día que permitió las concentraciones del 15-M en la Puerta del Sol de Madrid siendo ministro del Interior, en las que comparecían desde los pijos progres mal criados añorando un mayo del 68 junto a los desheredados y perroflautas de la capital.
Antonio Caño, el ex director de El País y hagiógrafo de Rubalcaba, afirma que en aquel momento el 15-M se vio como un movimiento liberador, transformador, protagonizado por jóvenes que por fin se implicaban en política, en los problemas de la nación. Yo leo estas interpretaciones y me parece que nadan entre lo cómico y lo grotesco. Allí, en el 15-M estaba el germen del mal, el embrión del ‘Gobierno Frankenstein’, y dudo mucho que la perspicacia e inteligencia prodigiosa de Rubalcaba -siempre orientada hacia el mal, cabría decir- no fuera capaz de adivinarlo. Mi opinión es que lo consintió por mero oportunismo político. Porque Alfredo, ese llamado hombre de Estado que recibió injustamente el funeral correspondiente, antes que en el Estado siempre pensó en obtener la mayor rentabilidad posible para el Partido Socialista. Esto fue así durante toda su carrera política: cuando aprobó la infame ley de educación ‘Logse’ para adoctrinar a los jóvenes, cuando forzó a Zapatero a recuperar el Impuesto de Patrimonio para volver a esquilmar a las familias con la intención de ganar votos, o como cuando, estando al corriente -pues conociendo al personaje no había un solo policía que moviera un músculo sin su aprobación previa como ministro del Interior- consintió el chivatazo que impidió la detención de terroristas en el bar Faisán.
Seamos serios: ¿cuándo se jodió el PSOE?, emulando la pregunta de Vargas Llosa sobre el Perú. No lo sé. Tendría que pensarlo con un poco más de detenimiento de lo que permite la velocidad de este artículo. Pero desde luego Rubalcaba fue un hombre clave en su deterioro progresivo. Y si nos atenemos a las declaraciones legendarias de los señores González y de Guerra sobre la derecha, cuando eran jóvenes y mandaban; si reparamos en el sobrecogimiento que produjo al señor González que Aznar llegara al Gobierno que en algún momento determinado pensó que correspondía al socialismo consuetudinariamente después de los cuarenta años de dictadura, pues no cabe extrañarse de que el PSOE haya desembocado en la cloaca en la que chapotea.
En lo que sí tiene razón Antonio Caño es en que Sánchez representa un punto final en el PSOE. El actual presidente ha roto con la izquierda convencional, que ha sido antinacionalista toda la vida, y aspira a imponer un concepto nuevo, una izquierda populista e identitaria embriagada de feminismo radical, de ecologismo insensato, de igualitarismo extremo, de relativismo moral, de destrucción de los consensos alumbrado desde la instauración de la democracia, de confiscación fiscal; una izquierda en defensa de toda esa cochambre que alimenta con subsidios y prebendas -un plato de lentejas a cambio de tu voto-; una izquierda dispuesta a rematar la tarea inconclusa de Zapatero de liquidar la Transición y de ganar la guerra civil que perdieron el capitán Lozano, los familiares del alcalde de Valladolid, Óscar Puente, y tantos otros que, sin embargo, hace tiempo que por fortuna se desembarazaron para siempre del aire de revancha irrespirable que se ha apoderado del socialismo del momento e incluso del país.
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