Maldito jueves negro de agosto
Barcelona, mi Barcelona, nuestra Barcelona, la ciudad cosmopolita y bulliciosa, abierta y alegre, entregada al Mediterráneo de cuyo olor se impregna uno de los más bellos paseos del mundo, repleto de colorido y que vive a ritmo vital, se ha visto golpeada y su corazón neurálgico de las Ramblas ensangrentado y roto. Los barceloneses, como todos los españoles, hemos sido víctimas de un atentado terrorista, de otro más de esos que sacuden el mundo occidental so pretexto de no sé qué causas fundamentalistas, porque religiosas nunca lo pueden ser, cuya única finalidad es propagar el mal, segar vidas, matar a niños inocentes y truncar de golpe y porrazo la existencia de personas normales y corrientes, unas de aquí y otras, turistas, procedentes de varios rincones del mundo. Y los barceloneses decimos que no tenemos miedo, como todos los españoles, y rehacemos nuestra vida al día siguiente, minutos de silencio incluidos, exclamando que no tenemos miedo, como si nada hubiera pasado y mirando hacia delante, pensando con ilusión en el nuevo día, creyendo que siempre hay un futuro mejor y con la firme esperanza de que esas sacudidas remitirán hasta desaparecer. La procesión, no obstante, va por dentro. El dolor está en nuestros corazones. Los sollozos, la indignación, la rabia contenida y las lágrimas se desparraman en la intimidad.
Si hay un sector clave, que suma y mucho, en la recuperación económica española, ése es sin duda el turismo. En 2016 batimos todos los récords habidos y por haber. En 2017 parece que de nuevo los registros serán más que históricos. España se reafirma como una de las grandes potencias turísticas del mundo, consolidándose como destino por excelencia, compitiendo con Estados Unidos y Francia. Aunque seamos críticos con la calidad del turismo actual y la gran mayoría tengamos claro que hemos de dar un salto adelante, el tsunami turístico ha actuado como un bálsamo impagable para reactivar nuestra economía y conseguir que en los tres últimos años estemos creciendo por encima del 3% en nuestro PIB. No somos, ni mucho menos, como algunos afirman llenándose la boca, la economía europea que más crece, pero sí que estamos ante una velocidad económica bastante inaudita.
Al bonancible impacto turístico se ha sumado también el ímpetu de nuestro sector exterior. Exportamos más, tanto en bienes como en servicios, gracias, de un lado, a que la atonía de la demanda interna hizo reaccionar a un gran número de empresas que se lanzaron a aventuras externas o intensificaron su presencia internacional y, de otro lado, a la competitividad de nuestros productos aun cuando se dé un punto crítico como la devaluación salarial sufrida. Sumemos a lo precedente que la demanda retenida, es decir, ese no gastar por si las moscas y hasta que las cosas vayan mejor y se disipen los nubarrones de crisis, se ha ido soltando y el consumo privado, gracias a la creación de empleo, con sus pros y sus contras como el subempleo y la precariedad laboral, y a la más o menos acentuada destrucción de paro, se revitaliza.
Admitamos que la tonificación de la economía española está teniendo un aliado de lujo en los llamados vientos de cola, que la empujan favorablemente. Y uno de esos vientos de cola que está jugando un papel preponderante en la recuperación económica y que potencia con fuerza el fenómeno turístico es la seguridad que España ofrece frente a otros destinos, más o menos cercanos, castigados por la plaga terrorista o la proximidad a focos geográficos realmente peligrosos. Nuestro país, tras la tragedia de Atocha en 2004, se convirtió en un auténtico baluarte. Nuestras fuerzas de seguridad son paradigmáticas, con una eficacia policial ejemplar. Los malditos sucesos de marzo de 2004 en Madrid sirvieron desgraciadamente para redoblar nuestras defensas.
Turismo: rey Midas
La seguridad, pues, se ha convertido en uno de los grandes activos para atraer hacia España a tantas y tantas masas de turistas, más de 75 millones en 2016 con unos ingresos directos del orden de 77.000 millones de euros, y con una previsión para 2017 que supera los 84 millones de visitantes procedentes de allende nuestras fronteras que dejarán en España unos cuantos miles de millones de euros.
Los más optimistas, en un mensaje que se agradece en estos momentos, afirman que el 17-A, el negro jueves de agosto en Barcelona, no afectará lo más mínimo a nuestro turismo. ¡Ojalá sea así! Malhadadamente, en Estados Unidos el 11-S supuso un golpe al turismo; en París los atentados acaecidos hace un par de años minaron el flujo turístico hacia la ciudad de la luz; a Londres los repetidos y tristes sucesos que la han golpeado le han pasado factura; Bruselas se resiente de los duros momentos por los que ha atravesado; la Costa Azul aún sufre las secuelas del horrible atropello del año pasado.
¿Cómo afectará el 17-A, ese maldito jueves negro de agosto, a Barcelona, a Cataluña y a España, desde el punto de vista económico? La primera reacción de las bolsas, cual acto reflejo, fue penalizar, con mayor o menor ligera caída, los valores de aquellas empresas cotizadas que están vinculadas con el turismo. Compañías aéreas y cadenas hoteleras —más acusadamente cuando su modelo es el urbanita—, incluso los grandes conglomerados que gestionan infraestructuras, cedieron posiciones. Sin embargo, no creo que el impacto económico sobre el turismo en España sea muy doloroso una vez que la calma vuelva a ser la nota predominante y nuestras fuerzas de seguridad se hagan con el control de la situación. Se aumentarán dispositivos de seguridad en lugares públicos, se reforzará la vigilancia en lugares clave de nuestra geografía, en aeropuertos, estaciones de ferrocarril y puertos, y la ciudadanía estará más pendiente de raros movimientos sospechosos para avisar a nuestra Policía, Guardia Civil, Mossos.
Contexto difícil
Me preocupan, mucho más que el amargo suceso del 17-A en Barcelona, las dichosas huelgas de celo y los paros que puedan convocar los empleados de AENA y las de los controladores de la seguridad aeroportuaria de Barcelona, cuyas ondas se desplazan hacia otros aeropuertos, los conflictos laborales susceptibles de darse en compañías aéreas, las huelgas de las tripulaciones de nuestros trenes e incluso las equivocadas huelgas que nuestros queridos taxistas llevan a cabo ante lo que es un imparable cambio de modelo en el sector de los servicios. Estamos de acuerdo en que todas esas iniciativas siempre son en defensa de los derechos de los afectados, si bien uno se pregunta si el ciudadano de a pie, o sea, los que sufrimos las embestidas de tanta conflictividad, tenemos que pagar siempre los platos rotos y hasta dónde alcanzan nuestros derechos. Y uno se sigue interrogando si las autoridades competentes y los gestores de las infraestructuras aeroportuarias demuestran su competencia o, por el contrario, su incuestionable incompetencia cuando simplemente pasan de todos esos conflictos, agravándose los problemas y padeciendo las inocentes víctimas que somos los auténticos sufridores, todas las indignantes secuelas de tanto estropicio.
Estar no sé cuántas horas para pasar un puñetero, aunque necesario, control de seguridad en el aeropuerto de Barcelona, cargando la tensión y el estrés que todo viajero lleva encima; retrasos injustificados de los vuelos a consecuencia de causas operativas y congestión del tráfico aéreo; la imposibilidad de tomar un taxi para ir o volver del aeropuerto…, eso sí que es un lastre para dinamizar nuestro turismo que, recordémoslo, es la primera industria del país. Los españoles, a veces, somos tan nuestros que nos empeñamos en querer matar a la gallina de los huevos de oro. Porque la contribución de la economía turística no solo se ciñe al sector de los viajes y al de los hoteles sino que abarca el comercio minorista, la industria de alimentación, la actividad de innumerables servicios, el sector de ocio y lúdico… Quien más quien menos en España se beneficia del turismo.