La libertad se torea en Las Ventas


Madrid tiene nombre de santo labrador y alma de plaza mayor. En San Isidro, la ciudad se quita el gris de lo administrativo y se pone la peineta de lo eterno. No hay algoritmo que lo entienda, ni trending topic que lo encierre. Es un Madrid de verbena y mantón, de rosquillas tontas, listas y bravas como algunas tertulias. Pero sobre todo, es un Madrid que se llena de toro. Porque el toreo no es un espectáculo: es una forma de mirar la vida sin cobardía, con estética y con tragedia. Un pase natural frente a tanto político de pico y tan poco pecho.
Mientras se cuece el cocido y se tiran los tejos en la Pradera, Las Ventas se convierte en el otro templo de la ciudad. Ahí está la fiesta más larga y más seria del toreo, con una liturgia que ni la Semana Santa. San Isidro no se celebra, se venera. Y en ese ruedo, Madrid se pone de pie, no para protestar, sino para aplaudir un quite, llorar un estoque o gritar un olé que vale más que mil discursos del Congreso.
La izquierda de sofá y la derecha de ímpetu discuten sobre los toros por razones distintas. Unos los ven como rémora bárbara, los otros como patrimonio para todos. Pero los toros no se entienden desde el Excel ni desde el argumentario: se entienden desde la emoción, porque Madrid no se somete. Lo sabe José Luis Martínez-Almeida, que defiende la tauromaquia con la misma naturalidad con la que recita alineaciones del Atleti. No por provocación, sino porque comprende que la libertad de una ciudad también se mide por lo que permite. Y Madrid permite.
No todos pueden decir lo mismo. Alfonso Guerra renegó de la tauromaquia con la sorna del que ya no sabe dónde está su partido. Pedro Sánchez, más dado al postureo que a la lectura de Lorca, prefiere posar con animales rescatados mientras su gobierno rescata votos con banderas ensangrentadas. Y luego están los modernos de nuevo cuño, como Pablo Iglesias, que llegó al Congreso vestido de símbolo y salió sin faena y sin ella sigue a pesar de regentar un bar pagado a retales; o Yolanda Díaz, que cree que cultura es sólo lo que cabe en una rueda de prensa tras pasar por la peluquería.
Y es que, en tierra de toros, en los carteles de este San Isidro, están los nombres que hacen temblar las taquillas y las taleguillas: Talavante, Roca Rey, Emilio de Justo, Castella. Y uno se acuerda de los otros, de los que ya no están: Manolete con su mirada de mártir, El Cordobés con sus saltos de banderillas, Antoñete —el más gato de todos—, o el llorado José Tomás, que torea tan poco que ya es más mito que hombre.
Pero a los toros los sigue defendiendo Isabel Díaz Ayuso, que no se esconde, porque siempre baja al ruedo, tan libre y tan madrileña como un vermú con pincho de tortilla a las once de la mañana. Ha entendido —como lo entendía Esperanza Aguirre en sus buenos tiempos— que Madrid no sólo se gobierna, se interpreta. Por eso defiende los toros no como una nostalgia, sino como una libertad: la de elegir, la de no pedir perdón por lo que uno es, la de no borrar lo que incomoda a los nuevos censores.
Pero Madrid no se deja peinar ni por los decretos ni por las modas. A Madrid no se la educa, se la vive. Por eso sigue llenando Las Ventas. Por eso el arte de torear sigue ahí, mientras todo lo demás se pone en cuestión. Porque los toros son literatura viva, tragedia griega con acento de Lavapiés.
Madrid no necesita que le digan lo que tiene que sentir. En San Isidro, lo siente todo. Caña en Chamberí, pasodoble en la calle Alcalá, chotis en La Latina y toro en Las Ventas. Que lo entienda quien quiera. Y el que no, que se lo pierda.