Estado de desecho y bruxismo moral
Olvídense de debatir con un zurdo. Al menos, con el que pertenece a ese colectivo que prioriza el sibuanismo (sí, bwana es un término que popularizó el cine con el que se escenificaba la sumisión de un ser ante otro, al que rinde pleitesía y obediencia debida) antes que practicar el siempre recomendable y saludable ejercicio de pensar, reflexionar, cuestionar, y llegado el momento, discrepar de la postura oficial de quien marca el argumentario de su partido. Lo sé, hablamos de utopías más profundas incluso que las del propio socialismo: la que ata a sus votantes a no salirse del corsé asfixiante que les impide elegir otra cosa.
Cuando se altera el orden lógico de las cosas y convertimos el esperpento léxico y moral en el vademécum político cotidiano, todo vale para retratar el fenómeno que vivimos. Sánchez y Puigdemont han pactado el enésimo desacuerdo entre el Gobierno que dirige la nación que odia y los enemigos que tratan de destruirla por lo mismo, en ese contubernio humillante que les permite ser lo que son y actuar como lo hacen. El rostro de Pedro al salir del hemiciclo cuando su amigo el prófugo dictó nones a su infecta ley, fue motivo de comentarios en el corrillo tertuliano de quienes escriben a sueldo del presidente. Ajado, sostenido en la tensión, rindiendo la expresión de su mirada mientras apretaba las encías, como si la decadencia sobre lienzo fuera motivo de exposición pública. Sostenía Cicerón que «la traición carcome, corroe y afila los rasgos». Sánchez, consumado especialista en la felonía, ofreció al respetable todo un muestrario de muecas incómodas y mandíbula prieta, en ese bruxismo moral con el que dirige la nación desde que la hizo suya, allá por junio del dieciocho.
Desde aquel momento, episodio oscuro de la historia reciente de España, se ha instaurado una neblina moral y conceptual en la política donde sólo progresan quienes medran y parasitan el sillón que les ha tocado ocupar, actores del método que confunden liderazgo con poder al asumir que las personas son mercancías de fácil compraventa y los votantes, productos imperecederos de quita y pon. Ello legitima que la mentira sea la única forma de gobernar del No Gobierno, que incluso pactando los desafectos con el separatismo más clasista, rancio y xenófobo de Europa, es incapaz de dejar de engañar con todo lo que hace y dice.
Hace mucho tiempo que no existe la rendición de cuentas, salvo proyectar las miserias propias en lo ajeno o replicar el renovado argumentario hasta que el consumidor vomite militancia. Prometen lo que no darán y ensucian la palabra con continuados engaños que saben que serán aplaudidos con fruición por los siervos de la sigla. Tampoco confiemos en la transparencia sobre la labor realizada si ello depende de la administración más opaca desde el franquismo, y aún menos, en la confianza como gasolina de respeto ciudadano. Todo es relato y propaganda, fuego y trinchera, autocracia y sumisión, impulsado por esa generación de próceres que ha derribado cualquier resquicio de razón y entendimiento, salvo para que progresen sus propios intereses.
Ha triunfado con el sanchismo la política funcionarial. Medrar en lo público es condición sine qua non de supervivencia y en el socialismo estatal se trabaja (perdón) en persuadir a la callada y anestesiada plebe para que realice el juramento «todo para el Estado, por el Estado y desde el Estado» cuando el mismo pueblo adormecido de subvención es víctima de un nuevo despotismo iletrado que carcome cualquier autonomía personal. Gran parte de España se ha rendido ya en ese conformismo placentero que asume el sistema político como bucle infinito de mentiras y complicidades.
Sólo queda esperar a que el hedor a putrefacción nos haga imposible respirar y entonces entendamos que, frente al Estado de desecho, son precisas y pertinentes políticas que defiendan y promuevan una sociedad del bienestar, en la que el individuo y sus derechos siempre se prioricen por encima de los intereses colectivos de grupos, asociaciones o sectas de la cosa y la causa. Y en ello consistirá la próxima batalla argumental, mediática y comunicativa: o elegimos ser alimentados por la propaganda del bien, mientras vivimos y comemos (cada vez menos) con el ruido de las cadenas golpeando nuestras manos, o defendemos la oportunidad de decidir qué queremos ser de mayores. Y esto último también ocupa a los millones de pensionistas que, en pleno gozo y subidón, siguen manteniendo al Gobierno que les subsidia.