Espectáculo repulsivo
El sábado soportamos la primera vuelta de un espectáculo repulsivo. Todas las miserias humanas juntas en la competición por las alcaldías, grandes, medianas y pequeñas, que en todas ha habido juerga, del país. Trueques a lo trilero, compras de voluntades, traiciones de gurruminos, pactos “in extremis” a la búsqueda del mejor sillón… No ha faltado de nada. Ni siquiera la nocturnidad con la que en España se trasiegan los acuerdos más infumables. Nada.
Al ciudadano de Infantería -no el de Rivera, que ese ya ha demostrado de lo que es capaz- se le ha sisado el voto como una antigua criada infiel le rebañaba la compra a su ama más querida. Muchos se preguntarán ya para que ha valido su molestia de desplazarse unos domingos atrás a esperar colas en múltiples colegios electorales. Cada elector introdujo su papeleta con la esperanza de que su elegido le gobernara en los próximos cuatro años o que, por lo menos, los candidatos afines se compusieran para mandar en comandita aquí, acá y acullá. Pues bien, resulta que no, que el pasado fin de semana se ha compuesto un mapa electoral en el que, a ciencia cierta, ya no se sabe quién está con quien. O sea, un caos, una hecatombe de batiburrillo en la que ha cabido de todo: desde un golfo que a última hora ha vendido su voto para cedérselo a su rival, hasta una alianza contra natura, Badalona por ejemplo, para impedir que el tío más votado se hiciera con el bastón de bando. Una granujada en muchos casos cercana a las prácticas más abominables de cualquier hampa.
Y lo peor no eso; lo peor es que, apenas constituidos formalmente los nuevos ayuntamientos, ya ha empezado la feria de las autonomías en las que son regalo preciado regiones como Madrid, sobre todas, o Castilla y León para no irnos muy lejos. Al PP de Casado no le han dejado ni degustar el primer almuerzo con Alcaldía incluida para Almeida. Apenas jurado el cargo y empuñado el báculo de primer munícipe, ya los socios teóricos de Casado han empezado a reflotar una nueva acometida que, sin embargo, viene del propio 26 de mayo a las once de la noche. Dijeron los aguerridos y aguerridas (¡por Dios, a ver si me van a llevar la inquisición de las feministas de infame guardarropía): “Una cosa es el Ayuntamiento y otra la Comunidad; ésta tiene que ser para nosotros”. La especie ha corrido feliz y básicamente entre los medios de izquierda del país, es decir por casi todos, que la han comprado ahítos de júbilo para refrenar la alegría los populares, para relanzar del tristísimo y caballeroso socialista Gabilondo, y, claro está, para alentar al equipo de Rivera a embarrar el campo de las negociaciones. Vamos a tener que sufrir un nuevo espectáculo -esta vez, encima, sin fecha de clausura- para cerrar la administración de regiones como Madrid, Castilla y León, Navarra, Murcia, Canarias y… qué se yo, incluso si los festivos ponen aún más pesados, la gobernación de la Insula Barataria que se la pueden discutir al mismísimo Sancho Panza.
Lo ocurrido ya y lo que está por suceder conforman el entramado repulsivo de un espectáculo que tiene más de democracia granujera que de respeto a la decisión de los electores. En puridad, lo mejor de los espectáculos malos, de los bochornosos incluso, es que duran poco tiempo. Cuando una obra teatral está escrita por un autor de opereta bufa, se la retira del cartel y ya está, a otra cosa, mariposa. Pero en el campo del que tratamos no sucede algo parigual: en los próximos cuarenta y ocho meses tendremos que tolerar la mala administración, porque lo va a ser sin duda alguna, de sujetos encaramados a cualquier alcaldía sin más oficio que el de un peón caminero de los antiguos, y sin otra jerarquía que haber sido agraciados en las rifas de pactos que avergonzarían a Romero Robledo.
Pues con esto hay que terminar. Acabar con el quebrantamiento de la voluntad popular, con esa cesión de poder a nuestros sublimes representantes para que se pasen nuestro voto por el Arco de Cuchilleros por el que, según las crónicas matritenses, pasaban, siglos pasados, los sujetos más abyectos de la sociedad. Esto tiene solo una solución: el franchute “balottage”, esa segunda vuelta correctora que da la victoria únicamente al que se la merece después de haber acumulado la mayoría de las papeletas electorales. Una vez, un ministro del Gobierno de Rajoy me enseñó, ufano, un proyecto de ley que encerraba esta corrección; pues bien, el proyecto se tiró por una alcantarilla porque, según se dijo, Rajoy mismo, entonces con mayoría absoluta holgada, no se atrevió, en su patológica pusilanimidad, a llevarlo al Parlamento. Probablemente, la autora de la fechoría fue la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, sólo preocupada en que el Periodismo de la izquierda no le tocara ni un pelo de su cardada cabellera.
Se perdió una ocasión que ahora tiene que rescatar irremediablemente Casado aunque sea con la perspectiva de que sus socios siempre infieles de Ciudadanos, no se apunten al proyecto. Quizá si se lo consultan a su amo masónico Macron, éste les pueda dar el “nihil obstat”. Al final, el “ballotage”, es un invento galo. Todo menos la segunda o tercera vuelta, la reposición, de este espectáculo repulsivo que hemos, estamos, viviendo.