Escribir apasionadamente

Escribir apasionadamente

Tenía las manos más atractivas del mundo. En una cena de gala celebrada a principios de 2015, me sentaron a su lado. Hablaba sin parar. Nuestra conversación emitía una deliciosa tensión palpable, que acaparaba la atención del resto de comensales. Mientras me reía de una de sus ingeniosas frases, se giró hacia la persona que estaba sentada a su otro lado para no volver a dirigirme la palabra, ni siquiera tras la cena. Gracias a esa inesperada actitud no tuve que darle una negativa formal.

Habíamos conversado acaloradamente durante más de una hora. A pesar de lo atractivo que era intercambiar ideas con él y de su elegancia impecable, resultó ser el típico aristócrata de tercera, inundado de traumas y embrutecido por el alcohol. Fue una experiencia penosa y decepcionante. Suerte que al otro lado tenía a otro charlatán de suaves colinas cercanas, con el que terminé de divertirme aquella noche. Lo atroz de la pasión, como dijo Sabina, es cuando pasa, cuando al punto y final no le siguen dos puntos suspensivos. Tiempo después me enteré de que era muy creyente y que su piedad sobrepasaba, por así decirlo, su talento para la política.

Este sábado pasado volvimos a coincidir. Lo encontré muy viejo, mucho más estropeado que yo (o eso me hace creer mi espejo). Manoseaba con nerviosismo su móvil. Seguía teniendo las manos más atractivas del mundo. Se me acercó y me dijo: «El condicional no me gusta nada. Me parece poco serio en comparación con el indicativo. Tú, que escribes apasionadamente, sabrás a qué me refiero». Me pareció que esa razón era su piedra filosofal, tan absurda como el comportamiento que de él recordaba.

Nada de esto tendría mucha importancia si no fuera porque aquel señor significaba que la historia había alcanzado una de sus cimas. La explicación no debe buscarse en el espíritu caótico, intranquilo o incongruente de este texto, elévense. Este espacio también puede ser un teatro, capaz de despertar en usted la sensación y la esperanza de que todo esto tiene una riqueza escondida, como si también le correspondiera esta vivencia. Uno lee el título y ya piensa que aquí va a suceder algo atractivo, al más puro estilo del barroco español: picaportes de oro, bóvedas, palmeras y, sobre todo, la pérdida de confianza en los ideales neoplatónicos.

No se trata sólo de crear un ejercicio artístico, ni de definir una personalidad santificada, aquel hombre existió y el lugar también. Hay aquí algo más salvaje, más histérico, más real, que acabó devorándome. Pero todo estaba en su sitio, así que nada llamaba la atención especialmente. En este segundo encuentro el ambiente ya no era el mismo, se oía de fondo cómo alguien recitaba versos de melancolía. Otros se reían con malicia, como si hubieran conseguido timar a alguien. Yo soñaba con los minutos imaginados. Apareció un mayordomo con una insípida tarta, que debía ser para diabéticos.

Alguien se levantó enfadadísimo, diciendo que ya estaba harto de plumas salvajes y pasiones desbordantes. Con aliento entrecortado y la cara desfigurada, se le desparramaba la nata montada, manchándolo todo. Él se giró hacia mí, como si no pasara nada, me hablaba de Émile Zola (con acento tónico en la primera sílaba) y de su obra El pecado del abate Mouret. Afirmé que, para escribir y para reflexionar, se necesitaba calma y que precisaba de ella porque tenía que escribir mi columna. Su respuesta fue que era poco sensible a las cosas del arte y que era católico practicante, pero sin exageración. Le confesé que mi entusiasta y fogosa imaginación le había idealizado. Durante años jugamos sin piedad con ella, armados de fría ironía.

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