Somos los tontos de Europa

Eduardo Inda

La idea de Europa es maravillosa. Frente a superpotencias como los Estados Unidos, China y Rusia es menester hacer bueno ese infalible refrán español que sostiene que “la unión hace la fuerza”. Especialmente, frente a las dos últimas, porque los americanos han sido secularmente generosos a la par que entrañables amigos de Europa. Nos salvaron del nazismo a costa de las vidas de casi medio millón de jóvenes estadounidenses y desde hace 75 años son nuestro ángel de la guarda con esa ineludible institución que es la OTAN. Rusia y China son un peligro para Europa: políticamente porque una es una autocracia y otra directamente una dictadura y económicamente porque al saltarse todas las reglas del libre comercio mundial provocan que nunca compitamos en igualdad de condiciones.

Para España fue el motor definitivo para meternos en la modernidad tras 55 años de oscuridad. Las ayudas agrícolas y los fondos de cohesión, elevados a la enésima potencia por un Felipe González que es Cristiano Ronaldo o Messi al lado de Pedro Sánchez, salvaron nuestro campo y modernizaron nuestras infraestructuras. Y el hecho de estar al lado de los mejores democrática y económicamente nos hizo ahondar en la excelencia. El programa Erasmus, por poner otro ejemplo que entenderá todo el mundo, ha permitido y permite a nuestros jóvenes lo que sus ancestros siempre quisieron pero no pudieron: estudiar en el extranjero.

El problema es que 33 años después de la firma de nuestra entrada en la Unión Europea, la idea de Adenauer, De Gasperi, Monnet y Schuman se va al carajo. Tan sólo somos una unión económica. Y a medias porque si bien es cierto que el euro nos garantiza una enorme estabilidad económica y el Banco Central Europeo nos salvó del default en 2012, no lo es menos que la unidad fiscal continúa siendo una entelequia. Y menos mal porque si tenemos que asimilarnos al resto de Europa en materia tributaria es mejor salir corriendo. La unión política es también una utopía y la jurídica un cachondeo de marca mayor que puede hacernos caer en la tentación de que los british a lo mejor no están tan equivocados con un Brexit que será fantástico para ellos y un desastre para sus todavía 26 socios comunitarios.

Que nos lo digan a nosotros, que por culpa del imbécil buenismo imperante llevamos años soportando indignados cómo nos tratan unos tribunales europeos infestados de magistrados progretas de ésos a los que se les llena la boca con esa frase que está muy bien de cara a la galería pero se da de bofetadas con la cruda realidad de la cosas: “Odia al delito y compadece al delincuente”. En caso de mínima-minimísima duda, siempre se ponen del lado del violador, del asesino o del terrorista. El in dubio pro reo llevado al paroxismo.

Los tribunales europeos se deben pensar que la España de Felipe VI es la de Franco. Que aquí no hay democracia, que el Estado de Derecho es una filfa, que se tortura en las comisarías, se mata en las cárceles, se censuran libros y se cierran periódicos. La primera gran pulla se desencadenó con motivo de la Doctrina Parot, que hasta entonces había impedido que a multiasesinos como el francés del mismo nombre, Troitiño, Kubati y otros hijos de Satanás cada muerte les saliera a menos de un año de cárcel. El Tribunal de Derecho Humanos de Estrasburgo derogó la jurisprudencia establecida por Julián Sánchez Melgar y permitió la puesta en libertad de etarras sanguinarios, violadores en serie y un sinfín de psicópatas. Consecuencia: el mundo batasuno se frotó las manos y se sucedieron los homenajes a los responsables de la muerte cruel de cientos de españoles. El Gobierno se la tragó doblada.

No queda ahí la cosa: al violador del portal, al del ascensor y al del estilete los pusieron en la calle y volvieron a practicar la depredación sexual sobre decenas de mujeres. Me cisco en los señores progres de Estrasburgo porque gracias a ellos a todas estas víctimas se les ha arruinado la vida psicológicamente. La macabra gracieta de estos jueces permitió, asimismo, la excarcelación de un malnacido de marca mayor llamado Emilio Muñoz Guadix. ¿Y quién este personaje? Pues ni más ni menos que el violador y asesino de Anabel Segura. Crimen que, para más inri, vendieron como un secuestro durante dos años reclamando un rescate pese a que la muchacha había muerto en el momento mismo en que la asaltaron. El Gobierno se la envainó sin rechistar pese a que advirtió que los violadores excarcelados volvieran a cometer estupros. Y así fue. De locos.

La segunda bofetada de esa Europa progre que nos da lecciones pese a que nos duplican en violencia de género y en suicidios llegó con las euroórdenes que emitió el Supremo sobre el fugado Carles Puigdemont. El Gobierno y la Fiscalía belga se la pasaron por el forro de sus caprichos al igual que han hecho históricamente con etarras con delitos de sangre. La triste historia se repitió con una Alemania que enmendó la plana al juez Llarena, a la Fiscalía y a una Guardia Civil que probó más de 300 episodios violentos durante el golpe de Estado del 1-O. Si el 23-F fue considerado una violenta rebelión con toda la razón pese a no haber un muerto, ¿por qué no ha ocurrido lo mismo con el putsch catalán de 2017? El tribunal del länder de Schleswig-Holstein concluyó en un ratito que no podía entregar al ex president catalán para ser juzgado por rebelión porque “no se empleó la violencia”. En un pispás resolvieron algo que el Supremo español llevaba meses investigando y tardó dos años en dilucidar. Y nuevamente el Gobierno de España puso la otra mejilla.

La última ha llegado esta semana en un acto inequívocamente amañado a propósito de cuándo empezaba a contar la inmunidad como europarlamentarios de Junqueras y, por extensión, Puigdemont. Por cierto: es de coña que una institución medieval como el fuero (¿qué, si no, es la inmunidad?), que se carga la igualdad de todos ante la ley, perviva como si nada en pleno siglo XXI. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, presidido casualmente por un flamenco (región belga con un fuerte movimiento independentista), ha cambiado 180 grados su doctrina, que hasta ahora estimaba lo obvio, que la inmunidad empieza cuando se toma posesión del acta. Donde decían “digo”, ahora dicen “Diego”. Conclusión: España debería haber permitido a Junqueras ir a Estrasburgo a recoger su credencial como miembro del Europarlamento. Y por enésima vez, el Gobierno de España, que además está postrado de hinojos ante los malos, casi pidiéndoles perdón.

Da asco ético Estrasburgo y no menos asco ético da el Gran Ducado de Luxemburgo. Sus tribunales, naturalmente, que nada tengo contra esos dos maravillosos lugares y sus habitantes. La culpa no es tanto de ellos, que también, como de un Estado (el español) tonto que no es respetado porque no se hace respetar. Cosa que no sucede con Reino Unido, Alemania o Italia, que cuando han visto peligrar sus grandes intereses nacionales por sentencias políticas progres han respondido a los unos o a los otros que “tururú”. La Cámara de los Comunes legisló para prohibir votar a los presos, Estrasburgo falló en su contra en 2005 y en Reino Unido los presos continúan sin derecho a sufragio durante el tiempo de su condena 14 años después. Idéntico planteamiento el del Estado italiano cuando el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos le obligó a retirar los crucifijos de lugares e instituciones públicas. Los italianos antepusieron su legalidad a la que les querían imponer a 1.000 kilómetros de distancia porque sí.

España es el más legalista del mundo mundial, sí, pero a costa de la violación de decenas de mujeres por basura humana que debería pudrirse en prisión, de la santificación de toda suerte de asesinos en serie y del blanqueamiento de una banda terrorista que quitó la vida a 850 compatriotas. En el fondo, no se engañen: la cacicada del Tribunal de Justicia de la UE le viene de cine a Pedro Sánchez: siempre podrá echar a Luxemburgo la culpa de la libertad de los golpistas y demás tejemanejes espurios. Y él seguirá siendo presidente y no precisamente en funciones. Nada sucede por casualidad. Tampoco la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

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