La dictadura del multiculturalismo
Con motivo de las elecciones catalanas Vox escribió un comentario en Twitter señalando que aún representando un 0,2 por ciento de la población los inmigrantes de origen magrebí en Cataluña son los responsables del 93 por ciento de las denuncias por actos violentos en la región. Naturalmente, estos datos no son inventados. Provienen del Instituto Nacional de Estadística y fueron también publicados en el diario ‘La Vanguardia’. A pesar de las evidencias, la red social decidió cancelar la cuenta del partido de Abascal con el pretexto de que esta clase de afirmaciones puede incitar al odio.
Nunca la libertad de expresión, que es uno de los pilares del estado de derecho y de la civilización occidental, había estado tanto en almoneda, había pasado por momentos tan extremos e inquietantes en la tierra donde ha germinado y se asienta la democracia liberal. Antes, Twitter, que junto con Facebook se han convertido en los nuevos amos del universo, han vetado otras cuentas, por supuesto la de Trump, entre ellas la de OKDIARIO donde escribo, y con igual argumento peregrino, que sencillamente esconde la determinación por ocultar y proscribir las ideas que no son del agrado de estos nuevos dictadores, la Inquisición contemporánea que declara qué es publicable y qué debe ser objeto de censura.
El caso es que el comentario de Vox hacía referencia a uno de los problemas más notables de España, que no es otro que la inmigración, una gran parte de ella ilegal, atraída por un fabuloso estado de bienestar, y en particular la de origen magrebí, cuyos referentes son radicalmente opuestos a los principios que informan nuestro modelo de convivencia desde tiempo inmemorial. Cuando los españoles emigraban durante el régimen de Franco a Alemania o a Francia en busca de mejores oportunidades de vida, iban todos, o casi todos, con un contrato de trabajo entre los dientes, pero siempre con la voluntad de integrarse en la nación de acogida a la que acabaron eternamente agradecidos y todavía adoran sinceramente. Ninguno de ellos tuvo la idea descabellada de resucitar la España triste y desarbolada de aquella época en los países que los recibían. Todos se comportaron de manera inmaculada, todos trataban a su manera de impulsar la economía del país y así conseguir los ahorros suficientes para enviar remesas a su destino de origen o para procurar en su nueva residencia una vida más alentadora para los suyos.
El mundo ha cambiado mucho desde entonces. El estado de bienestar de los países occidentales, con su barra libre generalizada, ejerce un poder fascinador para los que viven en su tierra en peores condiciones, a los que las mafias les han dicho que aquí todo es gratis, la vivienda, la escolarización y el alimento. De manera que arriesgan hasta la vida para escapar de aquel destino hostil y llegar a nuestras costas en busca de la felicidad. No habría nada que objetar al respecto si España fuera un país rico, capaz de permitirse estos lujos -algo muy lejos de la realidad- y, sobre todo, si los que llegan tuvieran la indeclinable voluntad de cumplir las leyes y de no crear problemas. Pero esto no sucede, como decía el tuit de Vox, y como la experiencia de los nativos, es decir de nosotros, acredita.
En los pueblos de la ribera de Navarra donde nací, la proporción de inmigración de origen magrebí hace tiempo que es alarmante. Son gente que no contribuye al desarrollo de la comunidad por varios motivos. Uno de ellos es que la mayor parte de los varones no trabaja y se pasa el día en el bar tomando café bombón y jugando a las cartas sin afán crematístico -que es otro grave defecto incompatible con los naipes-, o paseando por las calles sin entrar en conversación con nadie, y luego yendo por supuesto a la mezquita-garaje de turno. El segundo es que esta clase de inmigrante ni se integra ni tiene intención alguna de participar en la vida civil, ni tampoco de contribuir a su enriquecimiento.
Y bien, ¿por qué arriban a la Ribera de Navarra, entre otros lugares de España? Pues porque allí se vive muy bien. ¿Y de qué viven esos señores, por llamarles con un poco de honor, en lugar de vagos y caraduras, que es lo que son? Pues de la beneficencia pública habilitada en este caso por el Gobierno foral, de la generosidad de los ayuntamientos correspondientes, de la solidaridad de los vecinos, y de nada más. Bueno sí, de la presión fiscal asfixiante que soportan los ciudadanos españoles para pagar esta fiesta. ¿Qué proporcionan a cambio? Nada. O algo peor. Un ambiente cada vez más irrespirable en los lugares donde se hospedan, en los que hablan por supuesto su propio idioma, y por cuya supervivencia y progreso tienen un interés equivalente a cero.
La Fundación Disenso, promovida por el partido Vox, acaba de publicar un magnífico informe titulado ‘El fracaso del multiculturalismo’ que es un compendio de las atrocidades que puede generar esta teoría impulsada por el buenismo recalcitrante y por todos los progresistas del orbe, ya ni siquiera animados de las mejores intenciones. Allí se lee que la inmigración irregular no sólo erosiona la estructura social vigente, aumentando los niveles de desconfianza y de inquietud de los ciudadanos, sino que también contribuye al aumento de la criminalidad como denunciaba el tuit de Vox.
Esto es particularmente grave en el caso de la inmigración de origen y religión musulmana, que, aprovechándose de todos los derechos instaurados indiscriminadamente por los gobiernos occidentales, no creen en la ley ni en la república, que sólo obedecen a la sharía, la norma islámica, que están en contra de la separación de poderes, que son absolutamente antidemócratas y que finalmente albergan el recóndito deseo de, una vez colonizados, volver a derrotarnos. El hecho incontestable de que tengan una tasa de natalidad muy superior a la de los países de acogida, que en cualquier circunstancia sería siempre beneficioso para la humanidad, complica el problema, pues es evidente que estos niños serán educados en todas las ideas opuestas y contrarias a los principios de la civilización occidental donde han nacido gracias a sus dádivas y sinecuras.
En el estudio de Disenso se recuerda al célebre politólogo italiano Giovanni Sartori, inesperadamente premio Príncipe de Asturias, a pesar de su enorme incorrección política, y habitualmente debelador de las políticas migratorias de puertas abiertas como las que han puesto en marcha Francia y Alemania con resultados catastróficos. En el informe se citan las conclusiones a las que llegaron ya en 2010 y en 2011 tres animales políticos como el galo Nicolas Sarkozy, el británico David Cameron y Angela Merkel. Los tres fueron unánimes: el intento de crear una sociedad multicultural ha fracaso por completo. “Por completo”.
Nadie niega que la inmigración puede contribuir al bienestar de la comunidad receptora. Países como Australia y sobre todo Estados Unidos fueron construidos por inmigrantes, y quizá por eso mismo poseen las leyes más estrictas y duras para filtrar los flujos no sólo en cantidad sino en calidad. El multiculturalismo, la idea de que los gobiernos deben proteger, subvencionar y animar la identidad de gente que no sólo no piensa como nosotros sino que alberga el íntimo propósito de imponer poco a poco sus ideas, como la lluvia fina, al calor del cocido diario sólo puede tener consecuencias nocivas, aumentando la conflictividad, la desconfianza de los nativos en su propia nación, y eventualmente el crimen, como ya hemos tenido la oportunidad de comprobar con los diferentes atentados en Europa a manos de musulmanes radicales bien alimentados, particularmente en España, en Madrid y en Barcelona.
¿Es posible convivir con el Islam? ¿Es posible aceptar inmigración de naturaleza musulmana? Me parece que, como poco, no es fácil. Un amplio porcentaje de la población de estas comunidades rechaza nuestra forma de vida y nuestros valores poniendo contra las cuerdas el sistema de derechos y de libertades que tanto nos ha costado conseguir, y promoviendo de hecho que en algunos países como particularmente Francia estas comunidades vivan a espaldas del Estado. A finales de 2005, la policía gala tenía fichados a casi 5.000 musulmanes radicales. A finales de 2020, esta cifra supera ampliamente los 100.000. ¿Es esto una incitación al odio o la constatación de una verdad empírica? Yo lo tengo claro. ¿Y usted? A mi me parece que es la puta realidad. Una realidad que hay que afrontar con coraje y determinación, no como los padres de los alumnos que se han negado a que el colegio en el que fue asesinado el profesor Samuel Paty por mostrar caricaturas de Mahoma a los estudiantes llevara su nombre en un acto infame de cobardía. ¿Cuál fue el pretexto de estos padres benedictinos? “Así evitamos posibles problemas”, dijeron. Así nos va.
El informe de la Fundación Disenso es revelador de lo que nos sucede, de la desnaturalización cultural que padecemos en medio de una indiferencia general y cómplice. No se lo pierdan