Derechos de quita y pon
A la vez que Sánchez se afana en vaciar el Estado de derecho, sus ministros se dedican a llenarlo de paja como a los espantapájaros para hacer pasar el muñeco por lo que no es.
Ahí tienen al titular de Cultura, Ernest Urtasun, que se ha inventado una campaña de publicidad institucional dirigida «a la promoción y difusión de los derechos culturales». Es la primera y única acción visible relacionada con la nueva Dirección General de Derechos Culturales desde su creación hace tres meses, como bien denunció la semana pasada Mariano de Paco, el consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid.
La citada dirección de Derechos Culturales viene a sustituir a la de Industrias Culturales, que debe de parecerle a Urtasun poco acorde con la «transición ecológica», porque lo de «industrias» siempre evoca humo como el producido por la siderurgia. Así que ha debido pensar que el humo es mejor que lo produzca él mismo desde un departamento vacío de contenido, pero capaz de distraer a la gente con campañas de «alcance viral», como dice el pliego de esta.
El ministro ha alumbrado la idea de hacer una campaña que «tiene que resultar valiente, atrevida y potente» para «la promoción y difusión de los derechos culturales». La cuestión es realmente compleja: Urtasun nos quiere vender algo que nadie en su ministerio sabe lo que es. Pero para eso está el dinero público: a 172.667 euros se cotiza la frase que la empresa adjudicataria deberá presentar para que «condense el sentido de la campaña», según el pliego del concurso.
Que nadie en el Ministerio de Cultura sea capaz de encontrar una composición sintáctica para definir lo que da nombre a toda una dirección general, con su presupuesto y su personal, define bien el nuevo Estado paranormal que están construyendo Sánchez y sus socios sobre las cenizas del que teníamos.
«A veces es difícil entender qué es un derecho cultural (…) Pero los derechos culturales existen». Vamos, como las «meigas», que haberlas, haylas. Así de supersticiosa se presentaba la cosa por la actual directora general de Derechos Culturales, la afable Jazmin Beirak, cuando era diputada autonómica por Madrid.
Lo aseguró en noviembre de 2022 en la Asamblea de Madrid con ocasión de la defensa de una propuesta de Más Madrid para sacar adelante una ley de derechos culturales, que se inscriben en ese proceso inflacionario de derechos que señala el profesor Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho, en su lúcido y lucido ensayo Los derechos en broma.
En síntesis, los derechos culturales se presentan para Más Madrid como una palanca para acabar con el sistema capitalista y, más concretamente, con el beneficio económico como fundamento del mundo cultural. Vamos, que la cultura, ya de por sí precaria, venga a ser una actividad reservada para una orden eremítica con voto de pobreza, impermeable a las ventajas de la “transformación social competitiva” de la que tanto saben en La Moncloa.
De momento, el primer paso dado por el ministerio de Urtasun para acabar con el capitalismo es que una empresa de capital privado se lleve 172.667 euros de dinero público para idear una campaña publicitaria para regar con más dinero público a medios de comunicación de capital privado. Vamos bien.
No es descartable que la propuesta legislativa sobre derechos culturales de la ultraizquierda sea presentada en el Congreso para ver si tiene más suerte que en la Asamblea de Madrid. Su articulado contiene dos aspectos notables. Uno es la posibilidad de promover modelos de gestión que, mediante contratos o convenios, permitan llevar las riendas de instituciones culturales públicas a asociaciones o colectivos.
En los ambientes culturales se espera con ansia el momento en que el ministro Urtasun anuncie la entrega del Teatro Real, el Museo Nacional del Prado o el Museo Thyssen a los primeros colectivos o asociaciones vecinales que lo soliciten, en cumplimiento de su devota fe en la extensión de los derechos culturales.
También se propone la «gestión cultural comunitaria» para impulsar «la participación conjunta comunitaria e institucional, garantizando así el derecho de participación en la toma de decisiones por parte de la ciudadanía». Este caso parece que ya tiene un proyecto piloto, que es la incorporación como asesor del Teatro Real del hermano invisible de Pedro Sánchez.
La segunda iniciativa destacable de la propuesta de Más Madrid es instaurar una «actuación inspectora de vigilancia, control, comprobación y orientación» del mundo de la cultura, junto con la creación de una llamada «Unidad de Evaluación Cultural» a la que se podrían presentar denuncias por el incumplimiento de la ley.
¿Para qué tener una Unidad de Evaluación Cultural sin objetivos ni funciones claras, pues en la proposición de ley no se especifica qué infracciones o vulneraciones debía perseguir? ¿Quizás para crear una «policía cultural» o una «policía de la moral» destinada a controlar y vigilar que las expresiones culturales se adecúen al pensamiento único?
Cuando se oye hablar de «vigilancia, control, comprobación y orientación» en cultura, es imposible no acordarse del lema del Cuerpo de Bomberos de Fahrenheit 451, la célebre novela de Ray Bradbury: «El lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas».
La propuesta legislativa de Más Madrid quiere ignorar que quienes hacen la evaluación cultural en una sociedad libre no son los funcionarios de una unidad ministerial que el gobierno se saque de la manga y del bolsillo del contribuyente. La evaluación cultural la hacen los ciudadanos. Y la hacen con un instrumento muy sencillo: con su libertad.
Esa es la mejor unidad de evaluación cultural que existe en Madrid y en toda España: la que ejercen los ciudadanos en el pleno dominio de su libertad. Ahora que Pedro Sánchez está decidido a desmantelarla con todas las consecuencias, conviene decirles con firmeza al gran inquisidor y sus acólitos que pierdan toda esperanza.