Dadaísmo del gulag norcoreano
- Derecho a la ignorancia. Lluís Apesteguia, igual que los niños baleares, tiene también derecho a la ignorancia, aunque él se esfuerce todos los días en erradicarla por el bien de todos ellos, desvelos que sin duda no le pagamos como se merece. El antifascista, antimonárquico y ahora aliado de los batasunos en las elecciones europeas dijo estar harto el otro día de los gonellas en su alegato para que Felipe VI retire el título de «Real» a la academia filológica de la lengua balear, una propuesta a la que inexplicablemente se sumó el PP. Apesteguia debería distinguir entre gonellas y secesionistas lingüísticos. Los gonellas no discuten la unidad de la lengua pero preferirían llamarla con su nombre tradicional e histórico (mallorquín, menorquín…), amén de apostar por una norma escrita más cercana a la lengua viva de la calle. Los secesionistas, como su nombre indica, entienden por contra que el balear es una lengua distinta de la que hablan los cataluñenses. Entre los partidarios del secesionismo estarían la Academia de la Lengua Balear y la línea oficial de Vox en Baleares.
- Delirios de mayoría social. El nacionalismo se ha valido siempre de la intimidación para imponerse y dar la sensación de conformar una mayoría social. Aunque a veces se pasa de rosca. El presidente de la OCB, Toni Llabrés, ha reconocido que se confundió al cifrar en 40.000 el número de asistentes a la última concentración del Correllengua del pasado 5 de mayo. En un gesto que le honra, Llabrés ha rebajado la cifra a «cerca de 15.000». La Policía Local la había dejado en la mitad. Mucha gente, ciertamente, pero ninguna animalada, que diríamos en mallorquín.
- Dadaísmo del gulag norcoreano. Quien fuera columnista de EL MUNDO/El Día de Baleares, Johannes A. von Horrach, acaba de publicar un nuevo libro de ensayos, Inventario del estrago, una segunda parte de Disecciones. En un segundo capítulo delicioso, Horrach hace gala de toda su ironía y de un toque de humor negro para adentrarse en los entresijos del gulag de Corea del Norte, el súmmum del perfeccionamiento estalinista donde nadie vive para él mismo sino para el partido-estado de la dinastía Kim. Entre otras anécdotas escabrosas y surrealistas cuenta Horrach que muchos de los afortunados que consiguen huir a la vecina Corea del Sur se terminan suicidando porque, adiestrados en la obediencia y el automatismo y acostumbrados a que el régimen tome todas las decisiones por ellos, no soportan tanta libertad. En Corea del Norte las calles están impolutas, no hay coches, las carreteras están vacías, el egoísmo ha desaparecido porque todos viven por y para el Estado, los pocos que se mueven lo hacen en bici, no hay bares ni discotecas ni hoteles ni diversión alguna, tampoco saturación, sus súbditos son felices, están sanísimos y delgados a diferencia de su Querido Líder, todos piensan lo mismo y, como en todos los regímenes totalitarios, está instaurada la mentira oficial gracias a un control social que deja a la Stasi a la altura del betún, casi un espía por cada cincuenta personas, lo más parecido a nuestros colegios e institutos públicos. Un paraíso potemkin en el que, lejos de las maldades del capitalismo liberal, algunos de nuestros políticos se encontrarían muy bien.
- Tomar la calle como forma de vida. La capacidad de la izquierda cuando está en la oposición para montar saraos y circos contra los ejecutivos de derechas es realmente asombrosa. Hay que ver lo poco que le basta para tomar la calle: una cohibida política lingüística, una sensación de saturación que venía larvándose desde hace años sin que dijeran ni mu con el Pacte y por último una acampada antisemita en el campus de Son Lledó a cuenta de la guerra contra el terror en Gaza. Había ganas de desquitarse de tanto aburrimiento tras ocho años de vacaciones.
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