Cronología ilustrada

Historia

Todos tenemos muy vivos recuerdos de nuestra etapa escolar, pero hay uno que me ha asaltado con particular fuerza en estos tiempos: el de Don Cándido, un viejo profesor de Historia en el último curso de EGB que hacía especial énfasis en la cronología. Fue, creo, mi primer envite con el aprendizaje pormenorizado de los días, meses y años de los acontecimientos del pasado. Gracias a este ejercicio, el que parecía indomeñable suceder del tiempo era embridado, ordenado y marcado de manera que pudieras conocerlo e interiorizarlo mejor.

Aquel viejo profesor nos inculcó la necesidad básica y esencial de aprender el cómputo de los tiempos porque era la puerta para entender, entre otras muchas cosas principales, las causas y los efectos de los sucesos históricos o las relaciones entre diferentes hechos por más distantes que estuvieran geográficamente.

Como dijo el filósofo inglés Francis Bacon en el siglo XVI, la cronología y la geografía son los «ojos de la historia». En la misma línea se expresó su contemporáneo holandés Gérard Vossius, historiador de las religiones, cuando afirmó que son las luces de la historia: «Geographia et Chronologia duo historiae lumina».

Fue, precisamente, en el Siglo de las Luces donde los estudios de cronología tuvieron un mayor cultivo, no sólo en su acepción más corriente, como registro de los tiempos pasados, sino también como ciencia dedicada al examen de la medición del tiempo entre los diferentes pueblos y culturas, lo que llevaba aparejada su inmersión en la astronomía y las matemáticas.

No resulta por eso extraño que en España, bajo el influjo del florecimiento de los saberes que fue la Ilustración, vinculado al reformismo borbónico, una de las primeras misiones que se propuso la Real Academia de la Historia, creada en 1738, fuera la elaboración de una cronología de la historia española. En 1747 se le encargó el proyecto a Martín de Ulloa y de la Torre Guiral, quien la dejaría prácticamente terminada a su fallecimiento en 1787, según recuerda Jorge Maier Allende en su estudio sobre la Comisión de Antigüedades de la docta institución. Finalmente, la obra, Tratado de la cronología para la historia de España, vio la luz en 1797.

Ya es llamativo que el interés por la cronología se afirmara en el movimiento ilustrado como un instrumento de conocimiento científico frente a la ignorancia y la superstición. Como bien señaló décadas más adelante el erudito Baltasar Peón, autor de los Estudios de Cronología Universal (1863): «Sin la fijación exacta de las épocas en que se verificaron los sucesos históricos; sin la determinación precisa de los lugares en que acaecieron, la historia hubiera quedado reducida a un confuso agrupamiento de hechos y de fechas, a un insondable caos de elementos heterogéneos sin orden ni relación alguna, y no conseguiría de seguro realizar cumplidamente su importantísima misión de maestra de la humanidad».

Pero parece que vamos para atrás como los cangrejos, de vuelta a la ignorancia y la superstición, donde los espacios de la enseñanza destinados antaño al conocimiento crítico de la realidad histórica puedan ser colonizados por las doctrinas y dogmas que el poder político considere.

El decreto 217/2022, de 29 de marzo, por el que el gobierno de Pedro Sánchez ordena y establece las enseñanzas mínimas en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), ha abierto la puerta a prescindir del enfoque cronológico en la enseñanza de Historia porque, según el Ministerio de Educación, «es muy academicista». Además, el decreto ha suprimido por primera vez las épocas y hechos históricos fundamentales, como el descubrimiento de América, que deben estudiar los alumnos entre 12 y 16 años.

Aunque se utilicen subterfugios como el enfoque «academicista» de la cronología, se trata de hacer imposible que los alumnos españoles tengan una formación común del pasado de nuestra nación, según ha denunciado el Consejo Escolar del Estado.

Sin la apreciación del transcurso del tiempo, sin los hitos clave del pasado, el aprendizaje de la historia corre, además, el riesgo de convertirse en un campo abonado para iluminados -en el sentido que la RAE da al término, «persona que cree estar en posesión de la verdad absoluta»- y no para ilustrados: ciudadanos libres, críticos y abiertos, capaces de distinguir las luces y sombras de nuestro devenir como nación, y de hacerlo además de modo racional, no visceralmente.

Con la que está cayendo, puede que la concepción sanchista de la enseñanza de la Historia no sea hoy el mayor de los problemas de España, pero sí puede ser el origen de problemas aún mayores que los que ya conocemos.

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