El ‘caso Alves’, cuando no hay crimen, pero sí herida

Una noche sales, bebes, te lías con un tipo famoso. No hubo violencia. Tampoco ternura. Al día siguiente te despiertas con la sensación de que algo estuvo mal. No sabes si fue el sexo o lo que se jugó dentro de él: la asimetría, la rapidez, la brutalidad. No fuiste violada, pero tampoco estuviste del todo ahí. ¿Eso basta para denunciar? Algunas dirán que sí. Yo no.
Imagina ahora que eres él. Entras en un baño con una mujer más joven, más borracha, más débil. Hacéis lo que ambos queréis, o eso crees. Has follado en un baño —con éxito, según tus estándares—. No hubo amenazas, ni gritos, ni resistencia. Pero a la mañana siguiente eres noticia. Luego expediente y prisión. Cuarenta metros cuadrados de linóleo y terror. Pierdes la libertad, el dinero, el nombre.
El conflicto real puede nacer del vacío de códigos, no solo de la maldad.
Y ese vacío, cuando lo juzga un tribunal penal, se convierte en ruido: pruebas contradictorias, versiones parciales, peritos, abogados, titulares. Un deseo torpe elevado a la categoría de crimen. Un malentendido convertido en símbolo. Quizás lo que ocurrió fue, simplemente, demasiado humano para ser juzgado por un código penal.
Durante décadas, el relato de las mujeres no valía nada. Eran «las locas», «las resentidas», «las que se lo habían buscado». El feminismo lo invirtió: ahora se empieza por creer. Bien. Era hora. Pero como toda revolución emocional, corremos el riesgo de volverla misa. De que «yo sí te creo» pase de consigna política a dogma penal. De que la empatía se confunda con la prueba. Y de que pensar se convierta en traición.
La Justicia no puede ser una religión con diosas y monstruos. Necesita duda, complejidad, contexto. Y necesita también una pista de aterrizaje para esas historias que no encajan en el molde: ni crimen probado ni denuncia falsa. Solo dos personas que se encontraron y salieron mal paradas del encuentro. Ambas.
Y, por cierto, no todos los hombres son idiotas ni salvajes. De hecho, en 2025, no conozco a ninguno que ante una denuncia diga «ella miente» sin matices, salvo algún fósil con déficit cognitivo. La mayoría —al menos los que han leído un libro— prefieren decir: «Esperemos a ver qué dice el juez». Y tienen razón. Mejor una jueza formada y moderadamente inteligente que Twitter. Mejor un código de procedimiento que una turba frustrada con Wi-Fi. Si renunciamos a eso, volvemos a Somalia.
Y luego está el dinero. Esa forma de libertad que no figura en los artículos de la Constitución. Porque la justicia es ciega, sí, pero con tarjeta black. La prisión preventiva debería estratificarse como los impuestos. Si tu renta mensual es de 900 euros, una fianza de un millón no es preventiva: es cadena perpetua. ¿Igualdad ante la ley? Solo si puedes pagarla.
¿Y nosotros, los demás? Pues estábamos trabajando, follando, cocinando, mirando Instagram, pensando en nuestras cosas mientras el caso Dani Alves se hundía como un coche caro en el barro. Lo vimos como se ven las cosas ahora mismo: de reojo. Con una mezcla de morbo, prisa y hartazgo.
El caso terminó. Nadie ganó. Nadie aprendió. Él volverá a su casa con menos millones y menos vida. Ella, a su silencio sin nombre. Y el sistema, al punto muerto en el que siempre se ha sentido tan cómodo.
No es una tragedia. No es una victoria. Es un procedimiento.
Y ha terminado, por ahora. Si algo hay firme en todo esto, es la incertidumbre.
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