Ayuso y el mito de la sanidad pública
Estoy de médicos por el simple suceso de que la edad no perdona. La sabiduría popular enseña que no hay que ir nunca al médico: una vez que entras en el laberinto jamás encuentras la puerta de salida. Y así es. Cuando era joven todavía se podía ir al médico sin temor. Para empezar, te recibía fumando, luego te preguntaba por la familia y ya después entraba en faena. «¿Fuma usted?». Sí, como un carretero. Daba una bocanada al cigarrillo y luego decía: «Pues ya sabe, hay que reducir un poco el consumo». «¿Bebe usted?». Pues sí, lo justo y necesario. «Pues ya sabe, no beba más de lo necesario, que estas cosas se acaban pagando». Luego el doctor se interesaba por la marcha de mis padres, por mis planes de futuro, expedía las recetas con los fármacos más pertinentes y allí se acababa la historia. Los médicos de entonces eran cordiales y comprensivos. No te hacían sentir como un criminal.
Más de uno guardaba una botella de coñac en el armario y si eras de confianza te invitaba a un chupito antes de irte. «Es que hay gente esperando», le interrumpía yo con prudencia. «No te preocupes, que aguanten un momento, que son muy pesados». En los tiempos que corren estas actitudes serían consideradas no sólo poco ejemplares sino delictivas, pero ayudaban a convivir confortablemente con los problemas livianos de salud de las épocas tiernas. Hoy en día ir al médico es un suplicio. No hay clase alguna de cordialidad con el paciente. La rectitud del doctor ha alcanzado un carácter sacerdotal, lo más parecido a la inquisición. Te vas con la sensación de que no haces nada bien -y probablemente es cierto- y de que estás permanentemente en pecado: pones en riesgo deliberadamente tu vida y la tranquilidad de la familia que te rodea. De manera que lo único razonable después de la visita es fumarse un cigarrillo y pedir un dry martini en algún bar memorable.
Yo acudo tanto a la sanidad pública como a la privada. El carácter hierático y poco amigable de los profesionales es casi similar en ambas, pero la eficacia de la gestión privada del servicio, ya sea de titularidad pública, es intensamente superior. Como soy periodista, suelo frecuentar la Fundación Jiménez Díaz -uno de los mejores hospitales de Madrid y del país- y la he conocido cuando la dirigía la Administración y luego después con las diversas empresas del sector que la han ido gestionando hasta llegar a Quirón, que es la compañía que se encarga de todo en este momento. Jamás ha funcionado tan bien. La puntualidad es insultante, los procedimientos exquisitos, el orden y concierto funcionan con una pulcritud encomiable y el índice de satisfacción general es muy alto, a pesar de que los médicos ya no fumen ni beban coñac.
Aunque estos hechos son evidentes para los madrileños que no tienen más remedio que consumir el servicio de salud, la izquierda impulsada por Mónica García, la líder de Más Madrid, médico y madre, pero básicamente una sectaria intelectualmente limitada, ha elegido la sanidad como frente de guerra política con el único objetivo de minar a la presidenta Isabel Díaz Ayuso. Este frente bélico de gran intensidad, con huelgas en los servicios de atención primaria y manifestaciones multitudinarias a cargo de todos los enemigos de la líder más popular del país, de su voluntad aperturista y liberal, así como de su pasión por la competencia, se agrupa en favor de la sanidad pública. El apoyo de lo público se ha convertido en un mantra de la izquierda, muy del gusto del presidente Sánchez, que ya no sabe cómo detener el inexorable avance de Ayuso en las encuestas.
¿Pero de dónde viene esta fascinación por lo público? Mi amigo, el catedrático de Historia del Pensamiento Económico Pedro Fraile explica que la izquierda sigue sosteniendo que el poder político, al no depender de una cuenta de resultados, puede alcanzar sus objetivos de forma directa y eficaz. Piensa desordenadamente que el conocimiento del mercado que tienen los burócratas y cargos electos es superior al de los simples empresarios, y que esto les permite tomar decisiones más ajustadas a los precios de competencia y más cercanas a las preferencias de los usuarios.
El problema, como en todo lo que rodea a la izquierda, es el choque de trenes entre las ideas que postula y las limitaciones y enseñanzas de la realidad pura y simple. Justo al contrario de lo que defiende, la experiencia demuestra que las empresas y servicios públicos suelen ser presa de la ineficiencia y del derroche -simplemente reparemos en el último ejemplo de los trenes imposibles de Asturias- precisamente al no estar pendientes de una estricta cuenta de resultados, carecer de accionistas exigentes y, por tanto, no temer sus ejecutivos y empleados la debida sanción en caso de errores, incumplimiento de las expectativas o falta de compromiso con los usuarios. Cuando la gestión de un servicio está a cargo de una empresa privada como Quirón en el caso de la Fundación Jiménez Díaz, el eventual conflicto se resuelve rápidamente si se han deshonrado las estipulaciones del contrato de gestión. Punto y final.
Mi modesta opinión sobre la sanidad en Madrid es que funciona bien, y que su prestación aún podría mejorar si los médicos y enfermeros se dedicarán a pleno pulmón a cumplir con su juramento hipocrático en lugar de plegarse a los delirios políticos de los que están demostrando manipularlos con éxito.
Dicho esto, y como bien ha escrito el gran Benito Arruñada, catedrático de Organización de la Empresa, el problema de la sanidad pública es que se financia con impuestos que pagamos todos los contribuyentes, y que, en ausencia práctica de copagos, tasas o precios moderadores la demanda es infinita. Tendemos a usarla mucho, a veces en exceso, de forma trivial, cuando no a la ligera, sin reparar en el inmenso coste que este comportamiento poco ejemplar representa para el presupuesto del Estado ni en el esfuerzo que exige, vía tributos, a aquellos que como es mi caso tienen un seguro privado. En opinión de Arruñada, cuando se proporcionan servicios muy valiosos a un precio por debajo de su coste o cercano a cero es normal que el sistema entre en colapso a falta de mecanismos para racionar la escasez.
Los precios juegan un papel crucial a este respecto, pero los socialistas sienten aversión al mercado y a su mecanismo fundamental para que funcione eficazmente, ya sea en la sanidad o en los supermercados. Y así, la alternativa de la intervención por la que sienten un amor sin límite provoca invariablemente los efectos contrarios de los que dice perseguir, perjudicando a los usuarios y pacientes, que debidamente tensionados por el sectarismo político cargan contra la política que tiene las ideas más claras al respecto, que es la señora Díaz Ayuso.