¿Cómo que Cataluña no votó?

¿Cómo que Cataluña no votó?

Pedro Sánchez dijo el pasado lunes que los catalanes no habían votado el Estatuto. Concretamente, que Cataluña “tiene un Estatuto que no votó”. ¿Cómo que “no votó”? Si lo que precipitó el nacimiento de Ciudadanos fue precisamente esa convocatoria innecesaria. Se nos llamó de todo por oponernos, pero lo hicieron y fue, según ellos, un hito histórico. ¿Tanto lío y ahora resulta que no fue votado? Es verdad que la participación fue inferior al 50%, pero ni esa salvedad ni el hecho de que el Tribunal Constitucional anulara 14 artículos autoriza a decir que el Estatuto no se votó. Con semejante frivolidad, Sánchez no hace sino reforzar la teoría de que el procés es fruto del recorte que operó el TC en el texto promovido por Maragall. Y no, la sentencia —que, por cierto, conservaba el término ‘nación’ en el preámbulo— no desencadenó nada que no estuviera en la hoja de ruta del pujolismo.

Hasta tal punto es así que ningún nacionalista sabe citar uno solo de los 14 artículos que suprimió el TC; en tal tesitura, se limitan a balbucear alguno de los topicazos que, debido a los muchos años que hace que circulan, han cobrado carta de verosimilitud: en los aparatos del Estado aún colea el franquismo, la Constitución ahoga la identidad catalana, España (suspiro) es irreformable… Y todo ello, con el melancólico agravante de que el soberanismo se ha vuelto inmune a este tipo de planteamientos, por lo que difícilmente puede Sánchez persuadir con ellos a nadie que no esté ya persuadido, esto es, a nadie que no sea de su misma cuerda.

El referéndum, en efecto, es la típica solución equidistante con que el PSOE partirá las aguas, alumbrando la simetría, tan retórica como falaz, entre desleales —la vía unilateral— y constitucionalistas —‘los del 155’—. Un truco semántico. Pero el estropicio no acaba aquí. Porque de la sugerencia del presidente del Gobierno se deduce que, en su mapa mental sobre el procés, no cabe otra salida que el apaño, la componenda con los independentistas, lo que trae aparejada la enésima marginación de aquellos catalanes a los que el propio Sánchez, unos días antes, veía como parte insoslayable del conflicto. He ahí la razón por la que la equidistancia no ha sido más que una forma de designar el apaciguamiento. Una última lectura, no por ello menos relevante, es la imagen del régimen autonómico que proyecta Sánchez, y que coincide en lo sustancial con la mercancía averiada que el nacionalismo ha tratado de colocar, con éxito desigual, en Europa.

Me refiero, obviamente, a la idea de un autogobierno carente de legitimidad e inserto en un Estado que no alcanza a serlo de Derecho, pues no en vano su rasgo primordial sería eso que sus detractores, de Podemos a la CUP, denominan “baja calidad democrática”. La volubilidad de Sánchez está ejemplarmente resumida en el binomio “diálogo y ley”, que él mismo intenta popularizar a modo de consigna ocurrente, y que sólo prefigura una lamentable disociación, una honda fractura, entre ambos conceptos. Como si dejar de amenazar la estabilidad de la región y de hostigar a la mayoría de sus ciudadanos —haría bien Junqueras, a todo esto, en demostrar que es de veras el amigo de la humanidad que dice ser condenando que los ayuntamientos de ERC nombren persona non grata a Inés Arrimadas—; como si el mero hecho de aceptar las normas, en fin, hubiera de merecer un premio. Nuestro presidente autonómico, Torra, gobierna sólo para una mitad. Pero que el presidente del país, Sánchez, sólo tenga ojitos para esa misma, es el colmo. Un poquito de por favor, que parece que no existamos.

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