El postre, asignatura pendiente

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Uno para compartir. Esa es la frase que se escucha en muchas mesas cuando llega la hora del postre. Salvo que estemos inmersos en uno de esos interminables menús degustación que terminan normalmente con uno o dos bocados dulces. Esto es un reflejo del trato que reciben los dulces en los restaurantes de nuestro país, tanto por parte de la cocina, como del comensal. Es el gran olvidado de la gastronomía. Han pasado años hasta que los grandes chefs se han puesto las pilas en intentar igualar el nivel de lo salado y lo dulce. Y aun así queda mucho camino por recorrer.

Ese último bocado, esa puntilla final que debería sellar la experiencia con un suspiro de placer se convierte muchas veces en un trámite olvidable, una especie de epílogo perezoso que no emociona. Y no es por falta de técnica. En las mejores cocinas del país hay nitrógeno, robots de precisión, fermentos de la abuela y fondos que se reducen durante días. Pero a la hora del postre, esa creatividad parece apagarse. Se pierde el pulso narrativo y se diluye la emoción. Como si después de deslumbrar con carnes, pescados y verduras que parecen un tesoro, bastara con un brownie con helado de vainilla para cerrar la jugada.

Quizá tenga que ver con esa falsa creencia de que el postre «ya no entra», de que es prescindible. Pero lo cierto es que, si está bien hecho, entra. Vaya si entra. Entra en el recuerdo, en la memoria gustativa, en las ganas de volver. Porque no se trata de llenar —para eso ya estaban los platos anteriores—, se trata de cerrar el círculo. De dejar buen sabor de boca, literal y figuradamente. Y, sin embargo, seguimos encontrándonos con cartas dulces que parecen hechas con desgana, como si fueran un apéndice inevitable en lugar de una parte crucial de la experiencia.

Afortunadamente, hay quienes han decidido devolver a los postres su sitio en el altar gastronómico y en Madrid se ha empezado a notar. Ejemplo de ello es Montse Abellà, que demuestra en VelascoAbellà su formación en Francia, en uno de los restaurantes más aclamados de Europa, Le Près d’Eugenie. Tras pasar un tiempo en el país galo, volvió al restaurante de Santi Santamaría, donde se desarrolló en pastelería. Ahora deleita a sus comensales con postres ligeros y rompedores como Zanahoria en granizado, lima, eneldo, avena y jengibre o la mouse de chocolate negro, con aceite de oliva, avellana y brandy.

A las afueras de la capital, en Aravaca, encontramos la figura de Amber Grimbergen en Las Margaritas. Llegó a la cocina por una vía poco convencional: la música. Dejó la percusión para formarse en repostería y fundar Guinda, su propio estudio creativo y catering. Ese universo repostero, personal y reconocible, llamó la atención del equipo de Las Margaritas, que confió en ella para diseñar la carta de postres: un repertorio en evolución, donde brillan creaciones como la tarta de almendra con crema de mascarpone o su famoso Margarita, un milhojas con crema de limón y sabayón con merengue.

En Le Bistroman también hacen una gran apuesta por los pases dulces de su carta. Y lo demuestra Maru Ávila, que regresa a la que ya fue su casa tras pasar por las cocinas del Four Sessons. Con su llegada se han incluido varios postres de categoría a la propuesta afrancesada de este restaurante cercano a la madrileña Plaza de Ópera. Sus comensales podrán disfrutar de la tarta de manzana con praliné salado de almendra o el suflé de chocolate con flor de sal.

Y luego está Nacha, con Gabriela Román al frente del apartado dulce. Esta repostera formada en el Basque Culinary Center trabaja con la sutileza de un orfebre para ofrecer dulces como una mousse de chocolate al 85% toffee de soja, helado de avellana y avellana triturada o un flan de dulce de leche con mascarpone y cacao.

 

Así que no, el postre no es opcional. O, al menos, no debería serlo. Porque cuando está bien pensado, cuando se elabora con el mismo mimo y creatividad que el resto del menú, deja huella. De las buenas. De esas que te hacen querer volver. Y sí, puede que no siempre tengamos hueco, pero si lo hay —y casi siempre lo hay—, que valga la pena.

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