La izquierda y su rechazo sistemático a la verdad
 
							Hay algo profundamente perturbador en la actitud de la izquierda española contemporánea: su rechazo sistemático a la verdad. No es un error coyuntural ni una mera torpeza ideológica; es su esencia. Allí donde la realidad desmiente su discurso, la izquierda no rectifica: niega. Niega los hechos, niega los datos, niega incluso la evidencia más incontestable, porque admitirla implicaría desmontar el relato sobre el que ha construido su poder.
Este hábito de negación es ya una forma de patología política. Se niega la crisis, se niega la inseguridad, se niega la fractura territorial, se niega la ruina institucional que vive España. Todo lo que no encaje en el guion progresista se oculta o se reescribe. En su lugar, se impone la emoción, el victimismo, la manipulación sentimental del discurso. No importa la verdad: importa el relato.
El Gobierno de Pedro Sánchez ha elevado esa negación a categoría de sistema. Su proyecto político no es la gestión del Estado, sino la construcción de un simulacro. Cada día asistimos a una reinterpretación de los hechos donde el culpable nunca está en Moncloa. Si la economía se resiente, es culpa de Europa o de la oposición. Si la unidad nacional se debilita, es culpa de los jueces, de los medios, de la derecha, de cualquiera menos de ellos. Sánchez ha convertido la mentira en política de Estado, la propaganda en verdad oficial y la corrupción moral en herramienta de supervivencia.
Pero quizás el terreno donde la negación se manifiesta con mayor cinismo es el de la historia. La izquierda necesita reescribirla para sostener su superioridad moral. Niega su responsabilidad en la Guerra Civil, blanquea el terror del Frente Popular y presenta aquella tragedia como una lucha entre el bien absoluto y el mal eterno. En su cruzada de revisionismo, han borrado deliberadamente los capítulos que no convienen a su mito fundacional.
Y sin embargo, los hechos son testarudos. La República fue un fracaso político, moral y social. Fue la izquierda la que incendió iglesias, persiguió la fe, fracturó la nación y abrió las puertas al enfrentamiento civil. Franco fue sin duda un dictador, pero negar que bajo su gobierno España se modernizó, se industrializó y sentó las bases de su desarrollo posterior es una forma de manipulación histórica tan grotesca como inmoral. No se trata de justificar, sino de reconocer la verdad.
Hoy, el mismo impulso que negó el caos republicano o la violencia revolucionaria se manifiesta en la negación del desastre presente. Sánchez gobierna con los herederos políticos de quienes quisieron romper España en 1934 y 1936: nacionalistas, comunistas, separatistas. Les entrega poder, privilegios y hasta impunidad a cambio de permanecer un día más en la Moncloa. Y mientras tanto, el país se desangra en silencio: dividido, endeudado y moralmente exhausto.
La izquierda ha sustituido la razón por la fe ideológica. No busca convencer, sino imponer; no aspira a la verdad, sino al control del pensamiento. Y cuando la verdad incomoda, se censura. Cuando la historia contradice, se reescribe. Cuando el pueblo protesta, se demoniza. Es el viejo totalitarismo envuelto en nuevos ropajes.
Pero la verdad tiene una virtud incorruptible: siempre acaba emergiendo. Ningún gobierno, por poderoso que sea, puede sostener indefinidamente un edificio construido sobre la mentira. Y cuando caiga, como todos los regímenes que negaron la realidad, quedará al descubierto lo que hoy tantos prefieren ignorar: que la izquierda no gobierna para servir a España, sino para dominarla y que la negación sistemática de la verdad no es su error, sino su esencia.
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