Yolanda y su fastuosa ternura
Yolanda Díaz. Esta señora con un discurso elemental, que habla a las personas adultas como si la gente fuera retrasada, y no dice más que tonterías sin cesar, quiere ser la primera presidenta de España. De ilusión también se vive. El ínclito Iglesias quería ser presidente de la Comunidad de Madrid, y Ayuso lo destrozó sin apenas esfuerzo ni contemplaciones enviándolo al rincón de la historia desde el que sigue pegando brazadas con su aliento de hiel para no dejar de ser el mismo frustrado de siempre. La señora Díaz, digo, quiere dirigir el país, como si se tratara de una comunidad de vecinos, porque las cosas han cambiado mucho, estamos ante una nación que se ha transformado completamente, y que ahora es feminista. Y por eso necesita a alguien como ella que la gobierne «con ternura». Yo no sé si todos los lectores saben que esta señora es comunista, que sigue perteneciendo al PCE, y que jamás ha habido en la historia de la humanidad un comunista que haya practicado la ternura, sino más bien al contrario el crimen a gran escala entre sus súbditos. Así fueron Lenin, después Stalin y los pocos contemporáneos que por fortuna han seguido sus pasos.
Aunque las encuestas sitúan a Díaz entre los líderes mejor valorados, supongo que porque practica el infantilismo entre una mayoría deficientemente formada y es la que mejor viste del Gobierno, repite los mismos mantras que ha enarbolado Podemos desde siempre, e incluso la izquierda en general. Por ejemplo, que el mayor problema del país es la desigualdad, un hecho completamente falso que a fuer de ser repetido con la insistencia propia de los activistas genuinos, ha pasado a alcanzar la pátina de verdadero. Pero no. El principal problema de España, y mira que tiene muchos, recrecidos desde que gobierna el sanchismo, afecta directamente a su negociado, y no es otro que la tasa de paro, la más alta de Europa desde tiempo inmemorial sin que ningún equipo político haya sido capaz de atacarla con la determinación y la inteligencia precisas.
Cuando se hizo cargo del Ministerio de Trabajo se propuso como objetivo principal la eliminación de los empleos temporales, pero como siempre sucede con los comunistas sólo se le ocurrió prohibirlos por ley, un grave error, pues España necesita como agua de mayo este tipo de contratación mientras el mercado laboral sea rígido e inflexible a las necesidades reales de las empresas, que es la razón por la que precisamente los inventó en el primer Gabinete de Felipe González el entonces ministro Joaquin Almunia, que vio este camino como el único posible para sortear la tiranía sindical, interesada siempre en cualquier cosa menos en el bienestar común. El caso es que el resultado de la reforma laboral ha sido la explosión masiva de los llamados fijos discontinuos, con seguro a desempleo durante los periodos de inactividad, pero un espejismo de cara a resolver el problema de verdad, que viene determinado por unos costes del despido demasiado elevados y la presencia inconveniente y ominosa de los sindicatos en la vida empresarial a través de la negociación colectiva.
Los buenos datos laborales de los que presume el Gobierno a bombo y platillo son imaginarios, y responden básicamente a una contratación aplastante de empleados públicos -sólo 30.000 en el último mes- que deja un panorama desolador, una nación cuya fuerza de trabajo depende, cobra y probablemente vote al que le ha proporcionado un alto sueldo y seguridad de por vida, mientras el sector privado, que es el que representa la fortaleza y la pujanza de los países desarrollados e importantes es cada más chico, así como sometido a todo tipo de incurias, como unos impuestos progresivamente asfixiantes.
Del otro gran éxito de la señora Díaz, la subida del salario mínimo, ya hemos hablado abundante en esta columna y me molesta ser demasiado pesado. Sólo decir que ha impedido la creación de miles de puestos de trabajo y que perjudica sobremanera a los jóvenes y a la gente en situación más precaria. Este es el fastuoso alcance de la ternura que ha distinguido a la señora Díaz y el que sin duda presidiría un eventual, aunque imposible, Gobierno con ella al frente.
En el terreno laboral, que es el que le correspondía mejorar, ha cosechado un estrepitoso fracaso, aunque como buena comunista jamás reconocerá los hechos, mucho menos empapada del aroma de la mentira y de la propaganda del que Sánchez ha impregnado a todo su equipo. Como decía, la tasa de paro, que es el resumen y resultado final de una gestión al frente de la cartera de Trabajo, se acerca al 13%, a gran distancia de la media de la zona euro y mayor que la de cualquier miembro del club. ¿Y qué importa el dato a esta clase de seres?
Más grave aún es que estos altos índices de desempleo convivan con las crecientes dificultades de las empresas para encontrar trabajadores, en la agricultura, en la hostelería y también en aquellas ocupaciones que requieren más cualificación. La respuesta de la señora Díaz ante hechos tan palmarios ha sido negar el desajuste, pero como tiene el inconveniente de que no puede prohibirlo o cancelarlo, la cuestión, afirma, no es que faltan trabajadores: lo que faltan son mejores salarios, un argumento muy querido de su amigo Unai Sordo, el responsable de Comisiones Obreras. Ninguno de los dos ha gestionado una empresa en su vida, aunque Sordo, que al fin y al cabo tiene que pagar la nómina de su abultada nomenclatura es eminentemente rácano, y eso que retribuye con pólvora del Rey, a cargo de las subvenciones públicas crecientes que recibe de Sánchez. El caso es que, según la ministra, una parte de los puestos de trabajo no se cubre debido a las pésimas condiciones salariales, otra por la falta de la cualificación exigida -que es consustancial al sistema educativo de la izquierda dominante en las décadas de democracia- y la última por aquellas ocupaciones que exigen movilidad geográfica, y las dificultades de acceso a la vivienda que deben afrontar, para las que tienen una solución tremendamente brillante pero de efectos nocivos: topar los alquileres o expropiar a los propietarios de varios inmuebles. Luego viene el lagrimeo consustancial a todo izquierdista preso por la ternura, como que, por ejemplo en la hostelería, los sueldos no sólo son bajos sino los turnos partidos -alentando un cambio imposible de la naturaleza intrínseca del sector- con los problemas que eso acarrea para la conciliación de la vida laboral y familiar -otro mantra instalado con gran éxito por la izquierda y aceptado ya de manera universal-. Como yo no he sido atacado de momento por el síndrome de la ternura, diré que si faltan tantísimos puestos de trabajo por cubrir en un país con un índice de desempleo tan misteriosamente elevado, es porque el nivel de caraduras cultivado esmeradamente por el socialismo ha alcanzado proporciones gigantescas. Si la gente consigue sobrevivir negándose a aceptar un empleo, aunque debería estar acuciada por la necesidad, es porque cobra de otro lado. Es por la retahíla de subsidios, ayudas y canonjías diversas que Sánchez ha puesto a disposición del timorato o poco dispuesto a afrontar el riesgo de la vida, y la responsabilidad correspondiente, con el interés confeso de recibir la gratitud que considera obligada en las urnas. Este es el grado de corrupción moral a que conduce el abuso de la hermosa palabra ternura en boca de una comunista, ni más ni menos que la que aspira a presidir el país. Ya saben, cuando escuchen a una comunista hablar de ternura, lo más sensato es ponerse a cubierto o fugarse en busca de un destino menos hostil.
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