Ya estamos en septiembre

Ya estamos en septiembre
Ya estamos en septiembre

El furor de la docena de ministros que Sánchez, secándose al sol de La Mareta, ha enviado a su circo madrileño para devorar a «ese león aparentemente apaciguador que nos tiene de los nervios» (cita textual de un socialista que aún sabe cosas de Moncloa) ha anticipado la clásica rentrée política de septiembre. El fuego viene prometiendo arrasar la verbena social del otoño. Lo mejor que se puede decir de Feijóo, cara a su electorado, es que solivianta las estrategias del propio Sánchez y de su peón caminero Bolaños, que supera en número de fechorías a su antecesor, el rechazado ahora Iván Redondo. Sin embargo, como el mejor escribiente echa un borrón, no sé ciertamente quién ha aconsejado al presidente popular o a sus vástagos más directos entrar al engaño que le han tendido los socialistas a cuenta del Consejo del Poder Judicial. Bien es cierto que, como siempre, en el centroderecha español siempre hay alguien dispuesto a trabajar para el enemigo, ergo antiguos colaboradores de Pablo Casado que se han tomado la venganza por su mano y han dicho algo así como: «¡Ah!, sí resulta que vais de bonitos (a Feijóo) negando nuestro acuerdo con el Gobierno, pues ahora decimos que la filtración de Bolaños a su diario cómplice es verdad». Como se lee. Semejante torpeza, la del nuevo PP bajando la cabeza ante la muleta embustera del PSOE, y el resentimiento, incluso explicable, de los antiguos casadistas, ha llenado de gozo al Gobierno que, por fin, ha encontrado una pista para recorrer el camino del desprestigio del líder del PP. Esto ya lo habíamos visto, es tradicional en la derechorra española.

No se puede permitir Feijóo más resbalones como este porque, al frente, tiene unos mercenarios de la política -con Sánchez de jefe- dispuestos a arremeter sin piedad contra el ilusionante líder popular. La dirección adecuada para combatir a estos rufianes es exactamente la contraria: alejarse de sus provocaciones y no responder con el consabido «y tú, más». Hemos escrito que lo peor que soportan -que no lo soportan- los comunistas, es decir Sánchez, es la parsimonia, el sardonismo galaico que casi siempre utiliza Núñez Feijóo para responder a las embestidas burriciegas del PSOE. Unos ataques sin mirar a quién que, hasta ahora, no han hecho otra cosa que alimentar la bolsa de votos del Partido Popular. Feijóo, como antes Rajoy, desespera a los rivales porque no se despeina ante las agresiones, siendo esto así: ¿por qué caer en las insidias inmorales del leninismo?

Llega septiembre y en la oposición la pregunta recurrente es «¿Qué más se le va a ocurrir a este tipo? Manejan esta cuestión como preocupante aviso de lo que puede caer encima. No hay límite para el psicópata narcisista (los psiquiatras están de acuerdo en este diagnóstico) que aún okupa los palacios del Gobierno. Lo previsiblemente seguro es que Sánchez proseguirá en su objetivo de partir a España en dos mitades. Él -que se siente un visionario universal- pretende regresar a los dos bloques, a uno de los cuales -el que no es el suyo- desea aniquilar. ¡Qué bien traídos son estos días los versos sentidos de Antonio Machado! ¿Cuánto se parece ya este país al de 1936 que el sevillano poeta escribió para denunciar la tragedia de un pueblo partido en dos facciones?: «Ya hay un español que quiere vivir y a vivir empieza, entre una España que muere y otra España que bosteza».

Lo cierto es que sigue habiendo una España que bosteza, la que piensa inevitable la hecatombe a que nos conduce este desalmado. Y no se rebela. La otra España, la que muere, tiene esta otra actualidad: es la España de Sánchez y sus conmilitones terroristas, independentistas, y leninistas, unidos en el fin de asesinar la España Constitucional de 1978.

Ya anticipamos un septiembre oscuro que se presenta como las trágicas nieblas de nuestros incendios estivales. Lo que se avecina es el asalto decidido contra todas las instituciones que aún permanecen en pie, libertad de prensa incluida. Constantemente los taimados lanzan artilugios chocantes para disfrazar sus peores intenciones. Me llega -y tengo la obligación de creérmelo- que los tales rufianes están en la campaña de prohibir los helados de cucurucho porque aseguran, en su estupidez morbosa, que son «machistas y producen nervios en las mujeres». Se podría suponer que esta cretinez se les ha ocurrido científicamente (así son ellos) a un par de descerebrados con despacho oficial que no han medido bien el tamaño de su estupidez, pero no: lo han hecho con perfecta conciencia, tanta que, probablemente (esto ya es una suposición del cronista) su próxima entrega será la de vedar a las señoras y señoritas el consumo del plátano de Canarias. Realmente, si son más tontos, nacen oveja.

Pero junto a estas memeces, que podría haber recogido el Miguel Gila más socialista, se aventan los ataques sin cuento al cuerpo electoral de Feijóo y las iniciativas para paliar las consecuencias penales de sus rapiñas. La última, el desfalco andaluz de setecientos millones de euros. Ahora resulta que los malos que dejaron encanallarse a los golfos robando a los parados sus dineros son, en realidad, individuos honestos que no se han llevado un duro y que, por tanto, no se merecen el trato judicial del Supremo. Santos Cerdán, el todavía número tres de Sánchez, ha llegado a decir sin sonrojarse (a este sujeto no le ponen colorado ni sus cómplices etarras en el Gobierno de Navarra) que eso de los ERES es una bagatela, un desliz sin importancia y sin punto de comparación con la Gürtel. ¡Habrase visto caradura igual!

Septiembre se nos ha venido encima entre idioteces como las citadas
pero, sobre todo, con una agresión en toda regla y caiga quien caiga -hasta
la Corona- contra el sistema político de la Transición. Ahora, los modelos
son los asesinos Daniel Ortega en Nicaragua y Maduro y Candel en
Venezuela y Cuba, o la Kirchner depredadora de Argentina. Jacinto
Miquelarena, un corresponsal emblemático de ABC en Londres y París,
cuando, tras una visita a España, contemplaba sinrazones más modestas
que las referidas aquí, se tiró al Metro de la capital de Francia y en su
gabán escondía toda una sentencia: «¡Qué país, Miquelarena!». No era un
desahogo final, era un retrato fiel de aquella España posfranquista menos
perversa a la que ahora aguantamos.

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