Votar con el corazón era votar Sánchez
Comienzo esta columna como inicié la anterior: hablando del vicesecretario de Organización del PP. No digan que no les avisé del tiro que el constitucionalismo se iba a pegar, y se pegó, en sus partes pudendas por Javier Maroto interpuesto. Los 5.587 votos a Vox en Álava y los 7.039 que obtuvo Ciudadanos fueron directamente a la basura porque no lograron representación parlamentaria. Y al partido que preside Pablo Casado le faltaron 384 papeletas para mantener su diputado en la Carrera de San Jerónimo. Las mismas menos una que bastaron a los bilduetarras, los repugnantes coleguitas de los asesinos de 857 españoles, para arrebatar a nuestro protagonista el acta de la que disfrutaba desde 2016.
El episodio de la provincia foral es tan inmejorable como triste compendio de lo que ocurrió hace seis días y seis noches que se nos han hecho eternos en unas elecciones que nos llevan directitos al abismo económico, legal y territorial cuando no a un salto al vacío que terminará como el rosario de la aurora. Pedro Sánchez le hizo a Pablo Casado un Soraya. Que no es otra cosa que alzaprimar artificialmente al pequeño del bloque ideológico de enfrente para que, por obra y gracia de la Ley D’Hondt, pierda tantos escaños que le sea física y metafísicamente imposible formar gobierno solo o en compañía de otros.
El PP retuvo Moncloa en 2015 y en 2016 alimentando en medios públicos y privados una formación de extrema izquierda comunista constituida un año antes gracias a la cobertura de dos asesinos: Hugo Chávez y ese Nicolás Maduro de tan macabra actualidad. Una banda de piojosos que no eran nada ni nadie hasta que Pablo Iglesias empezó a aparecer mañana, tarde y noche hasta en radio taxi. Los morados le quitaron votos a mansalva al PSOE. Consecuencia: Rajoy pudo continuar en Palacio tres años más. La pinza Aznar-Anguita en versión moderna.
Nada nuevo bajo el sol. Está todo inventado. Ésta es la maquiavélica táctica que implementó François Mitterrand en la Francia de los 80 para impedir que el entonces alcalde de París, Jacques Chirac, le merendase la tostada. Logró frenar el avance de la derecha gaullista inflando en los medios públicos al Frente Nacional de un sujeto pirado antiguo miembro del OAS de la Guerra de Argelia: Jean-Marie Le Pen. Momentáneamente, porque años después Chirac acabó siendo el mandamás de la República. El problema para el primer presidente socialista de la historia de las Galias es que fue pan para hoy y hambre para mañana: la formación lepenista, hoy día rebautizada como Reagrupamiento Nacional, fagocitó al Partido Comunista Francés de George Marchais, que era el compañero natural de cama de los socialistas. Buena parte de la clase trabajadora pasó de extremo a extremo: del PCF al FN. Y si hoy los Le Pen son lo que son es en buena medida gracias a un socialista.
Vox es un partido de aluvión, un sentimiento, al que hay que reconocerle varias cosas. Para empezar, haber asesinado la corrección política, que no deja de ser una imbecilidad como otra cualquiera. En segundo lugar, combatir a cara de perro ese pensamiento único que es el principio de todos los males en la democracia española, en definitiva, el responsable de la hegemonía política y moral de la izquierda. El culpable de que nos miren siempre por encima del hombro a los que no pensamos como ellos. Tampoco es moco de pavo ese resurgimiento del orgullo nacional que han alentado echando mano de una bandera que ha estado considerada durante años poco menos que síntoma inequívoco de facherío (cosas veredes, amigo Sancho). Esto último no es baladí: certifica el proverbial masoquismo patrio que contrasta con esos países del Tercer Mundo, sin historia ni cultura, en los que se honra la enseña y el himno como si no hubiera un mañana.
Dicho todo lo cual, lo que no son cuentas, son cuentos. Y las cuentas demuestran más allá de toda duda razonable que los 2,6 millones de votos y 24 asientos parlamentarios de Vox restaron alrededor de 50 escaños a un PP que, a pesar del “hostión” que diría Rita Barberá, fue el más respaldado de la derecha. Sensu contrario: esos 2,6 millones de papeletas en solitario proporcionaron a los de Abascal menos de la mitad de los escaños que arañaron a su antigua casa. En resumidas cuentas, que hicieron un pan con unas tortas. Y Pedro Sánchez partiéndose la caja en Ferraz mientras contemplaba cómo sus rivales se desangraban por culpa de esa desunión sinónimo seguro de debilidad. Porque lo suyo con el enemigo no fue un Soraya, que consistía en dividir en dos al bloque rival, sino un Sorayazo, que te parte en tres con entre cero y ninguna posibilidades de conquistar Moncloa.
La misma conclusión cabe extraer de Ciudadanos, que fue el que mejor campaña llevó a cabo de los tres y desde luego el que mejor resolvió los dos debates en la persona de un Albert Rivera que se salió en el primero y dio el golpe de efecto que tocaba en el segundo: “Señor Sánchez, le voy a regalar un libro que no se ha leído, su tesis”. Absolutamente genial. Sus 57 escaños serían muchos más si hubieran concurrido de la mano de un PP que es primo hermano y que le prestó la mayor parte de los votantes que hoy día atesora. Españoles, entre los cuales probablemente esté usted, querido lector, que huyeron espantados por los trinques gurtelianos, los sobresueldos, Montoro y ese Bolinaga al que Satanás tenga en su gloria.
Si la derecha se hubiera ucedizado (en la UCD había socialdemócratas, democristianos, liberales y conservadores) presentando una candidatura única, no estaríamos a estas alturas de la película lamentándonos por lo que pudo haber sido y no fue. Habría mayoría absoluta y se estaría constituyendo un Gobierno más potente que ninguno, con mejores ideas que nadie, y con la garantía del mantenimiento de un crecimiento económico más en almoneda que nunca de la mano de Sánchez y sus socios comunistas, golpistas y proetarras. Que se miren en el espejo de Navarra, donde la concurrencia conjunta de PP-UPN-Cs sirvió para mantener los dos asientos logrados en 2016.
Los que saben de la cosa cifran el resultado de esa unión que invariablemente es sinónimo de fuerza en entre 174 y 180 escaños. Vamos, mayoría absoluta en cualquiera de los casos porque siempre tienes la posibilidad de seducir vía presupuestaria a la Coalición Canaria de turno. Conviene no olvidar que la suma de PP, Ciudadanos, Vox y UPN se metió en el bolsillo 11.276.000 papeletas frente a las 11.212.000 que en números redondos dio su apoyo a PSOE, Podemos y su marca indepe En Comú Podem-Guanyem. Si quitamos del silogismo a estos últimos la diferencia sería de 700.000 sufragios. Ni más ni menos, ni menos ni más.
Éramos pocos y parió Pablo Casado el martes por la mañana en Génova 13. Muchos hijos pródigos que habían metido la papeleta de Vox el día anterior tirando mucho de corazón y poco o nada de cabeza, estaban pensando el lunes volver a lo que en su día fue la casa común de la derecha. Una determinación que pudo haberse ido al carajo 24 horas más tarde cuando el presidente del Partido Popular tildó de “ultraderecha” a un grupo político que, nos guste o no, representa a 2,6 millones de españoles. ¿Son estos 2,6 millones de almas “ultraderechistas”? Obvio, no. Un huevo de gente que puede volver a decir “Diego” donde el lunes habían pronunciado un cabreado “digo”.
Malos tiempos para la España liberal, para esa Tercera España que con tanto guerracivilismo vuelve a poner tierra de por medio y para nuestro cada vez más maltrecho bolsillo con esos 26.000 millones de subidón fiscal, incluido ese dieselazo que nos afectará a los 13 millones de ricos que vivimos en España. Peores tiempos aún para el pensamiento libre. Nos vamos a enterar de lo que vale un peine por culpa de ese corazón que es el enemigo proverbial de esa razón que nunca falla cuando de elegir a nuestros próceres se trata. Ya saben: el domingo 26 dejen las vísceras en casa y llévense la sesera al colegio electoral. De lo contrario, se repetirá la historia. Demasié en menos de un mes.