Y me tuve que tapar en Sevilla

Cambio climático
Y me tuve que tapar en Sevilla

El año que me casé fui con mi mujer de vacaciones al Puerto de Santa Maria en un Opel Corsa, que era uno de los modelos más modestos de la firma. Nos alojamos en el hotel Bahía, que era el refugio del gran poeta Rafael Alberti, un comunista desabrido. Aparcamos el coche al sol y cuando fuimos a recogerlo a media tarde, se podía sellar la huella de los dedos en el volante, que era de una sustancia plástica similar a la goma. Hacía mucho calor, pero todavía la ONU, que jamás ha servido de nada, no había organizado el panel para el cambio climático con científicos que han perdido todo su pudor para entregarse a una causa política colosalmente remunerada por la progresía universal.

Esta semana pasada ha sido insoportable. Pero no por las altas temperaturas, que yo he conocido con frecuencia en Madrid y en Castejón, el pueblo de la ribera de Navarra donde nací, sino por la explosión popular obsesiva y azorante sobre el calor. A la hora del desayuno, de la comida e, incluso, de la cena los taberneros del país no han hablado de otra cosa. Y los clientes y comensales, tampoco. Al parecer esto era el acabose, el final de los tiempos, una maldición bíblica. Y así todos los días, sin descanso, en una suerte de conspiración contra la suerte de la charla tan vulgar como cabal que se suelen entablar en este tipo de establecimientos imprescindibles.
Lo sucedido, sin embargo, tiene su explicación. Durante toda la semana pasada, los programas de todas las cadenas de televisión, y desde luego los informativos, han dedicado horas a informar sobre el calor que ha azotado la Península. Y esta declarada expansión del terror a gran escala ha inducido a los ciudadanos a sentir bastante más calor del que realmente hacía, y que es más o menos corriente por estas fechas en Madrid, y ya no digamos en Andalucía o en Extremadura.

Naturalmente, todos estos santos advenimientos sobre el fin del mundo venían adobados con el ensañamiento sobre el presunto cambio climático, ese que al parecer amenaza la supervivencia del planeta y que forma parte señera de la agenda inventada por las élites universales para condicionar las actitudes y el comportamiento de la población de acuerdo con sus intereses, siempre inconfesables, pues son de índole crematística.

Contra lo que dicen estos ingenieros sociales de última generación, nada de lo que pregonan es cierto, sus predicciones son falsas, sin sustento empírico alguno y presididas por las más aviesas intenciones. La semana pasada conocí a José Ramón Ferrandis, un técnico comercial ya jubilado que ha escrito un libro que debería ser de obligada consulta en todos los centros educativos de España y del mundo entero. En él demuestra con datos contrastados, gran parte de ellos sacados de la NASA, que me parece poco discutible, la falsedad de la visión apocalíptica dominante. A diferencia del pensamiento políticamente correcto, la masa forestal del mundo crece sin parar, el hielo aumenta sin descanso en los círculos árticos y antárticos, la cabaña de osos polares progresa sin pausa, hay menos incendios que nunca y, por supuesto, menos huracanes que los antes registrados. El señor Ferrandis demuestra aportando fuentes científicas de primer nivel al margen de la contaminación política que las siete plagas están muy lejos de visitarnos. Por fortuna. Su libro se titula de modo antológico Crimen de Estado, que es el que está cometiendo invariablemente la progresía universal «para destruir la economía de mercado inutilizando el funcionamiento de su sistema productivo mediante la anulación del suministro de energía limpia, barata y abundante». Abocando a los países occidentales a una transición energética con unos costes inasumibles por el contribuyente medio a cambio de nada. Bueno, si, a cambio de convertir a la gente en más estúpida y que así repita como loros asintomáticos lo que escucha a diario gracias a la campaña masiva de intoxicación puesta en marcha desde hace tiempo por los medios de comunicación de masas, que por supuesto vetan cualquier información separada de la doctrina oficial como la que muestra con una clarividencia y una aportación científica de primer nivel el señor Ferrandis y algunos otros desviados.

En mi caso, ya que me parecía sinceramente que en Madrid hacía menos calor del que yo padecía en la capital de España cuando salía de cerrar el diario Expansión a eso de las 12 de la noche en el Paseo de Recoletos a finales de los ochenta, decidí pasar este fin de semana en Sevilla en compañía de mis hijos en el hotel Bécquer, de resonancias taurinas. Cenamos el viernes en la terraza de El Cairo, uno de los lugares míticos de la capital andaluza y nos acompañó un airecito del Guadalquivir muy gratificante. Las mañanas de después, con los paseos correspondientes por Triana y el Barrio de Santa Cruz han sido climatológicamente soberbios, y por la noche, en el hotel, es verdad que con la ventana abierta, he tenido que arroparme ligeramente de madrugada. Si fuera tan estúpido como los contaminados víricamente por las televisiones de masas, debería concluir que he asistido en Sevilla a una demostración más del cambio climático. O quién sabe, al efecto nocivo de que la derecha pueda seguir gobernando la autonomía, o a que el ganado bravo andaluz se tira menos pedos gracias al efecto civilizador de Vox.

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