Tres años de una ley desmemoriada
La Ley de Memoria Democrática cumple tres años desde su entrada en vigor. Su aprobación fue posible gracias a una insólita negociación por la que el PSOE aceptó formar parte del franquismo. Así lo exigió su socio Bildu: establecer el 31 de diciembre de 1983, más de un año después de la aplastante victoria electoral de Felipe González, como nueva frontera temporal entre la dictadura y la democracia.
La consecuencia de esta humillación proetarra a los demócratas, consentida por Pedro Sánchez, es el blanqueo de los años de plomo de la banda criminal ETA, cuando los asesinos justificaban sus matanzas argumentando precisamente que nuestra democracia era un subterfugio del franquismo para perpetuarse, como siguen pensando ahora.
De ahí que los herederos de quienes se propusieron destruir nuestra democracia mediante el tiro en la nuca y el coche bomba fueran los primeros interesados en que Sánchez sacara adelante una ley dirigida a la polarización, el enfrentamiento y la discordia.
La ley de Sánchez ha sido una excusa para tratar de arañar alguna ventaja política sobre la espalda despellejada de la convivencia política y social. Una ley sectaria y desmemoriada que reduce un pasado de extraordinaria complejidad a un cuento simplón y maniqueísta, no sólo cancelando parte de lo que sucedió, sino imponiendo también el recuerdo de lo que nunca sucedió.
Ya desmintió Clara Campoamor en plena contienda que ésta fuera una lucha entre fascismo y democracia. Que la ley de Sánchez recuerde en su preámbulo la ayuda a Franco de los dictadores Hitler y Mussolini, pero silencie la ayuda a la República de otro terrible dictador, Stalin, evidencia la voluntad de imponer ese falso relato.
Resulta llamativa la pretensión del PSOE de dar lecciones de democracia cuando es un partido que no renunció hasta 1979 a la defensa de los principios marxistas, como la lucha de clases y la dictadura del proletariado. Para entonces, hacía tiempo que la derecha española había emprendido ya la senda del reformismo democrático.
Al igual que la de Rodríguez Zapatero, la ley de Sánchez se articuló bajo la premisa de un falso adanismo. Ambas normas trataron de vender que con ellas se ponían en pie por vez primera políticas de reparación a las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura.
El propio Gobierno de Rodríguez Zapatero se desmintió a sí mismo al elaborar un informe que señalaba que desde el comienzo de la Transición hasta 2005 se habían destinado un total de 16.356 millones de euros a resarcir los agravios sufridos por los perdedores y sus familiares, con un total de 574.000 personas beneficiadas.
Por supuesto que el dinero no podía compensar la persecución, la cárcel o el exilio, pero este dato es la prueba de que las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura fueron objeto de atención por todos los Gobiernos de la democracia, sin que ello implicara la aprobación de leyes dirigidas a otros propósitos menos virtuosos.
Y eso es precisamente lo que hace más ignominiosa esta ley, pues se ampara en la buena fe y las aspiraciones legítimas de quienes reclaman el desagravio a sus familiares, para utilizarlas como de telón de fondo de otras maniobras políticas oportunistas.
La Ley de Memoria Democrática es la expresión máxima de la utilización de un pasado de dolor y sufrimiento al que no fue ajena ninguna familia española, para promover precisamente desde la política los factores de división y confrontación que condujeron hace casi un siglo al estallido de la violencia entre españoles.
Causa estupor también que el antifranquismo post mortem se haya convertido en el envoltorio de un proyecto liberticida, una tapadera del cainismo ideológico, la persecución y la censura del pensamiento libre y la deslegitimación de la alternancia democrática.
Las demandas legítimas respecto a la búsqueda y exhumación de restos, la nulidad de las sentencias y el acceso a los archivos indican que hay cuestiones que, más allá de la perentoria derogación de la ley, seguirán requiriendo una actuación rigurosa por parte de los poderes públicos, con la verdadera voluntad de resolver los problemas de asunción del pasado que aparentó abordar la ley sanchista, aunque sólo haya conseguido reavivarlos, alimentarlos y prolongarlos.
Hasta en la cuestión de las fosas, el Gobierno de Sánchez ha demostrado una indiferencia escalofriante. Hoy en día ignoramos aún el número de restos identificados entre los 5.600 que han sido exhumados bajo su mandato entre 2020-2024, aunque dijeron que esperaban encontrar 25.000 para tratar de dar por buena la falsedad de la famosa comparativa con Camboya.
En La Moncloa desconocen también la cifra de los restos que han sido entregados a sus familias. No es una cuestión insignificante: cerrar el duelo es la justificación de lo que debería ser una política de Estado en esta materia. Es posible que se cuenten por miles los restos que han vuelto a ser inhumados tan anónimamente como fueron exhumados, un sinsentido que hace doblemente triste su destino.
Son también llamativos los incumplimientos del Gobierno respecto al desarrollo de su propia ley, lo que da la medida de su paupérrimo interés más allá del recurso al francomodín.
No hay noticia del censo de fondos documentales sobre la Guerra Civil y la dictadura, prometido para el primer año de vigencia de la ley. Tampoco de la auditoria de los bienes expoliados en ese periodo, quizás porque el Gobierno y sus socios no dan abasto identificando los bienes que saquearon y destruyeron los antecesores de sus propios partidos.
La situación de algunos archivos públicos con fondos de la contienda y el franquismo sigue siendo de casi absoluta opacidad, como sucede con el del Ministerio del Interior, condicionado por su carácter administrativo y no histórico. Tampoco en la prometida digitalización de documentos se han dado pasos decisivos. Como se está retrasando también el acceso a los libros de actas de defunciones de los registros civiles.
Las trincheras excavadas por Rodríguez Zapatero en 2007 en el corazón de la sociedad española siguen más abiertas que nunca en el mandato de Sánchez, decidido a hacer de la contienda un pasado que nunca pasa, mientras las auténticas trincheras de la Guerra Civil se van colmatando y confundiendo con el paisaje con la implacable acción del tiempo y la naturaleza.
La denuncia de Francisco de Goya en el Duelo a garrotazos ha sido actualizada con el blandir no de garrotes, sino de huesos de las infinitas crueldades de aquel odio desbordado entre españoles. No sé si hubo un tiempo en que aquellos muertos fueron de todos. De lo que estoy seguro es de que no estaban sumergidos como hoy en el fango del oportunismo político para aprovecharse de ellos por un puñado de votos.
El reto mayúsculo de los próximos años será desactivar el funesto propósito de haber convertido la contienda fratricida en un arma de enfrentamiento para volver a poblar las trincheras de las dos Españas. Para ello todos tendremos que desempolvar de los viejos anaqueles de las memorias familiares las lecciones de humanidad que nos dieron nuestros mayores y ponerlas de nuevo en práctica.