Solo nos quedan el Rey y Llarena… Y aún así
Y el Parlamento no es que pariera un ratón. O una rata, del masculino al femenino, es que parió una «Rana dardo dorada» (Phyllobates terribilis es su adecuado latinajo) el animal más tóxico y venenoso de todo el mundo. La tal rana llevaba anunciando su presencia desde la propia noche del 23 de julio cuando un sinfín de circunstancias, algunas no aclaradas del todo, impidieron la victoria aplastante del Partido Popular. Después de lo acaecido en el Congreso, todos, incluso los más perversos sanchistas, hemos tenido la certeza de que se ha tratado de la crónica de una muerte -la de la decencia constitucional- ya prevista. Un político impúdico, descuartizador de España según hemos escrito con toda responsabilidad, ha pactado con un delincuente fugado de la Justicia el porvenir inmediato de España. Esta realidad se puede edulcorar con cien mil dulces de leche, pero perdurará para siempre: por primera vez en la Historia de España, un gobernante se ha echado en manos de un malhechor con un fin tan inicuo como proclamado: continuar en la Presidencia del Gobierno. Desde la infame gobernación del Rey felón, Fernando VII, nuestro país no había tenido que soportar una fechoría, una infamia de este calibre. Pero ¡ojo! que hay que formular esta interrogante. ¿Quién el es gran culpable de que un hecho tan luctuoso como éste se haya producido? Pues sin ambages: el pueblo español, un tercio de él, que ha votado el protagonista de semejante asalto histórico. Será porque el individuo les complace. Ahora, desde el jueves mismo, gran parte del país se estremecerá con un grito inútil: «¡Dios mío, Dios mío! ¿cómo nos ha podido suceder esto?» Pero, ¿se han preguntado quizá si su voto no ha contribuido a que el riesgo se haya convertido a la postre en una realidad perversa? Sin santa indignación vamos a dejarlo en este punto.
El título de esta crónica responde sin embargo, y pese a lo antedicho, a la presentación de una leve, doble, esperanza. Por lo pronto, doble, pero ya veremos cómo se pueden ir barajando más. La primera es que el lunes de este agosto furibundo climatológico y políticamente insoportable, el Rey Felipe tas para encargar la investidura a los dos candidatos surgidos de las elecciones. Feijóo y Sánchez y Pérez-Castejón. Sobre la interpretación del sobrio y ambiguo Artículo 99 de nuestra Constitución, se han difundido mil aclaraciones y dos interpretaciones, dos las más precisas y extendidas a las que hay que referirse. La primera induce a pensar que, a palo seco, el Rey no tiene otra posibilidad que encargar la investidura a aquel aspirante que acuda a La Zarzuela con mejores números para llevase el gato al agua. Esto sin tener en cuenta la observación que plantean algunos constitucionalistas (por ejemplo, un antiguo vicepresidente del Tribunal). El reparo es ilustrativo: no basta con que el candidato acuda con una cesta de votos en la que caben los suyos propios y los de sus asociados ya constatados en la Mesa del Congreso, sino que los llamados a evacuar consultas, que son todos los portavoces de los grupos parlamentarios, deben manifestar palmariamente al Monarca cuál va a ser el sesgo de su voluntad.
Pues bien: ya les adelantamos que aunque estos voceros, independentistas y filoetarras sin ir más lejos le pongan los cuernos a Felipe VI y se dediquen en ese día a jugar al frontón en vez de visitar al jefe del Estado, éste se va a dar por enterado (no complacido, espero, que eso sería otra cosa) y en consecuencia no habrá caso: el Rey seguirá contando con Sánchez como jefe del Gobierno nada menos que del Reino de España, el Reino, por cierto, que los conmilitones del susodicho sujeto ya han advertido que van a intentar volar a toda prisa. O sea que, como dicen los castizos, «de la parte del Rey», poca cosa hay que esperar, ni siquiera puede él confiar en nada bueno porque sabe que con su actitud no va a salvar la Corona; es más, se trata ahora de una prórroga, unos años más, no se sabe cuántos, una indudable agonia a la que le han llevado los independentistas de todo jaez y su aliado, el monstruoso Sánchez Pérez-Castejón.
A los que que nos agarramos siempre al último átomo de optimismo, incluso el jueves cuando los enemigos de España asaltaron el Congreso de forma solo un poco menos violenta que los fanáticos de Trump, nos queda la Justicia. Y de la Justicia, el heroico juez Llarena. Está pendiente -lo saben- la resolución del correspondiente Tribunal de la Unión Europea que tiene que sentenciar en un plazo no superior a los seis meses, si acepta o deniega el recurso de apelación presentado por los abogados de Puigdemont contra la retirada de inmunidad decretada por el Parlamento de Bruselas. Según todas las noticias la decisión de este órgano judicial no dejará lugar a dudas. Denegará el recurso y por tanto el juez Llarena procederá en consecuencia a activar la orden de detención contra el fuguista de Waterloo, el socio imprescindible del impresentable Sánchez. Si ese momento, el descrito, llega quizá en plena primavera, habrá que peguntarse: ¿seguirá Sánchez de presidente mecido por un delincuente en captura? ¿O más bien procederá, como si se tratara de un gobernante digno a colaborar con la Justicia y ordenará a las Fuerzas del Orden la aprehensión del bandido? Por si acaso, no apuesten por la contestación positiva a las dos interrogantes.
A este Estado en demolición únicamente le quedan estas cortas esperanzas. La peor escoria del país mantiene con vida política a Sánchez, quien va a someter a España, a la España que todavía se resiste a ser asolada por este ciclón de maldad, a un estrés brutal. Ya ha pactado Sánchez con los seguidores del delincuente una Ley de Amnistía para la que ya ha encontrado un disfraz en forma de sinónimo forzado: reconciliación. Según esta ley, tendremos los españoles que solicitar humilde perdón a quien nos quiso destruir como Nación en octubre del 17. Este jueves, al tiempo que se constataba el acuerdo infame del Congreso, un portavoz del PSOE, de los más tontos, eso si, justificaba la Ley de Amnistía que tendrá que justificar con estas palabras: «Lo dice Google -afirmaba-, la amnistía es una situación extraordinaria ante una situación de conflicto en la que el Derecho es ineficaz». La verdad: daban ganas contenidas de cachetearle la faz. Pero ¡bah!: no todos somos tan cebollinos como él.