Sergio Ramos o el ardor
El idioma español es rico en lo que a insultos se refiere. Tan rico que, si Sergio Ramos dispusiera de una piel de nuevo inmaculada, no tendría espacio suficiente para tatuarse el catálogo de improperios que ha recibido en sus visitas al Sánchez Pizjuán desde que se fuera al Madrid, hace ya 11 años. Ramos tampoco es de los que escurre el bulto y espera a que otro arregle las cosas, y ya estaba tardando en reclamar su lugar frente al sevillismo, que tanto lo odia por haber triunfado a expensas de su ciudad natal. De poco le ha servido enarbolar la bandera de sus orígenes, dándole constantemente trabajo a ese refrán tan español y tan cainita de que nadie es profeta en su tierra.
En los últimos años la figura de Sergio Ramos se me ha representado como el protagonista de la mítica película El niño de la bicicleta de los hermanos Dardenne, aquel niño preadolescente, rubio y delgaducho que reclama el cariño de su padre sin ningún tipo de éxito, implorando que lo quieran a uno en su casa, eso que parece tan normal y que se vuelve tan perverso cuando alguien al que has conocido, al que has visto crecer, llega a lo más alto y eso a ti, vecino envidioso, no te gusta.
El problema de insultar de manera sistemática a un muchacho durante una década, sea de Camas o de Rosario (Argentina), es el de siempre: el odio. Ese odio transmitido de padres a hijos no lo frena ningún ejército de corbatas, ni aunque al frente estén Butragueño, Zoido y Castro Carmona. La imagen de los padres llevando a los hijos al fútbol, señalando a ese, al del brazalete, al número cuatro; los cánticos feroces contra uno de los tuyos, que ahí la bilis siempre sale mucho más amarga que si le atizas a un croata o a un brasileño, que pasaron por Sevilla a cobrar su nómina como hubieran pasado por cualquier otro lugar, ya sea Barcelona o Turín.
Me dirijo, por tanto, a ese padre. El padre que repudia a Sergio Ramos y el padre que lleva su hijo al fútbol y lo inicia en el odio y el desprecio hacia los que deberían ser sus ídolos. Ese mismo padre se indigna e insulta con más fuerza porque al vilipendiado se le ocurre tirar el penalti a lo Panenka y después hacer un gesto a los seguidores radicales. Después, como buen hijo, pide perdón al resto de la grada, porque un hijo siempre seguirá buscando la aprobación de su padre. Y Ramos, ya conocemos su ardoroso espíritu, no dejará de luchar hasta el final, hasta caer rendido antes de que su vida se acabe y sea enterrado –así lo manifestó él mismo– también con la bandera del Sevilla. Quizás entonces, dentro de mucho tiempo, sea el momento de los aplausos.