Sánchez, a prisión

Sánchez Puigdemont

Es muy normal ver a un prófugo de la justicia pasearse tranquilamente por las calles de una ciudad perteneciente a un país cuyos jueces dictaron orden de busca y captura contra él. Y es más normal aún que se dé un baño de masas y un mitin entre vítores en los que amenaza a los mismos magistrados que ordenaron capturarle por violar la ley y la Constitución. Es muy normal, digo, en la España corrupta, inmoral y pusilánime que rige y dirige el PSOE y un autócrata con nulo apego a la democracia y todo su ego al poder. No importa cuán repetitivo sea el aserto, que la realidad terminará por evidenciarlo y dejarlo atrás: ni España es ya un Estado de derecho, ni sus ciudadanos somos libres e iguales, ni rige la misma ley para todos. Estamos al borde de ser un Estado bolchevique federalista, sin dirección ni rumbo, sostenido por el capricho endogámico del BOE y el chantaje sociológico de Hacienda a unos contribuyentes que pagan la fiesta a su pesar, temerosos de que, a ellos sí, se les mande a la benemérita en cuanto los sicarios socialistas huelen el incumplimiento y el posible ilícito.

Puigdemont no fue detenido porque Sánchez, y Marlaska por orden de Sanchez, así lo quisieron. Cualquier ciudadano que se despiste de pagar una multa o cumplir con sus obligaciones tributarias es vigilado, sancionado, detenido y hasta su intolerable insolidaridad con la caja común, publicitada al rojo vivo. Si lo hace el hermano de Sánchez, es perdonado y se le permite trabajar en España y pagar impuestos en Portugal -como no es youtuber no habrá campaña de la prensa mamadora del movimiento-. Si alguien protege su vivienda de unos delincuentes que intentan violarla y asesinar además a quienes habitan en ella, el que va a la cárcel es el propietario y no el delincuente, sea okupa, miembro de una banda mafiosa del este de Europa o magrebí empoderado. Y si das un golpe de Estado contra el orden legal, serás perdonado mientras convenga al inquilino que gobierna con el dinero de unos pocos, la protección de los que mandan y la cerviz servidumbre de los que opositan. Cuando en un Estado se decide de manera caciquil y arbitraria a quién no hay que detener, aunque haya razón para detenerlo, se ponen las bases para que se pueda detener a cualquiera, aunque no medie razón para ello. La progresía mediática y amamantada dirá que hablamos de nuevo de Venezuela, pero es la España que sus rodillas están construyendo.

Con la enésima felonía perpetrada y retransmitida, el Estado no ha sido ridiculizado porque no se aprese a Puigdemont. No cuando lleva años siendo humillado por el mismo poder político que somete a los títeres de Moncloa cada vez que hay elecciones. Quien ha sido humillada es la nación, cuya enjundia supera con mucho a la de sus dirigentes y parte de los votantes, complacidos con la autodestrucción patrocinada de la que disfrutan porque gobiernan los suyos, lo que significa que no gobiernan los otros. Y este es el peor de los males que nos aqueja como sociedad. Se hablará en los libros de historia de la estulticia y estupidez de un pueblo que, como en tiempos de Fernando VII, prefiere las cadenas serviles a la libertad responsable. Hace años, hubo un partido que ya avisó de lo que un felón sin escrúpulos iba a hacer y lo que pasaría en este país si se le confiaba el voto. Durante ese tiempo, este que escribe y otros, estuvimos advirtiendo del plan que acabaría con España y la democracia. Ya están aquí.

Cuando en el PSOE y en la izquierda en general vuelvan a repetir el mantra, tan falso como efectivo, de que «los ricos deben pagar más», que sus escuálidos y disminuidos (hablamos de moral) votantes le den una repensada a cómo los pobres y clase media en España están financiando su particular independencia inconclusa a la rica burguesía catalana, que dio un golpe de Estado con la calorina mientras planeaba su invierno en Baqueira Beret. Ahora, el prófugo vuelve a fugarse en un plan pactado y monitoreado desde Moncloa, cuyo presidente volvió a regar de monedas a los esclavos de la prensa para que justifiquen, silencien o escondan el penúltimo delito.

Puigdemont no entrará en prisión mientras Sánchez esté en el poder, como la delincuencia asociada a la inmigración ilegal y los delitos de okupación tampoco cesarán mientras el PSOE gobierne. Hay gritos que enganchan por su sonoridad, en una rima asonante molona que contagia al pueblo, quien la convierte en resonante y recordable con el paso del tiempo. Pero existen otros gritos que deben imponerse por supervivencia nacional, prestigio de país y, sobre todo, por decencia moral. La cárcel ya no es una petición que debamos hacer -sólo- contra Puigdemont, sino contra el que ha permitido, alentado y patrocinado el espectáculo todo este tiempo.

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