Rufián, el valentón español

Gabriel Rufián encarna con eficiencia teatral lo que algunos consideran una de las paradojas más furiosas de nuestra democracia: un catalán que cobra del Estado español mientras atiza contra él, un muchacho de raíces andaluzas que escupe odio hacia la nación que nutre su carrera, un agitador parlamentario que presume de rebeldía, pero se ha acomodado en los escaños con un sueldo público realmente elevado, ¡créanme!
Puede que a su legión de seguidores le encante su retórica de fogoso independentista; para otros, es la caricatura de un oportunista, el tribuno del odio que utiliza la tribuna para sembrar división. No es menor la ironía: acusa al Estado de opresor mientras vive gracias al mismo Estado, mientras recibe un salario tan elevado que muchos de los políticos de la Transición (los que soñaron con la reconciliación) hubieran levantado la ceja ante semejante contradicción.
Sus orígenes le dan un plus simbólico: Rufián no nació con un linaje catalán purolobo, sino que es nieto de andaluces (Jaén y Granada). Por eso, le debería acercar a un discurso de conciliación, pero él elige la confrontación: su andaluz, convertido en separatista, resulta paradójico, casi teatralmente útil para sus fines políticos.
Muchos recordamos a figuras clave de la Transición que, con realismo y esfuerzo, tendieron puentes entre identidades enfrentadas. Adolfo Suárez promovió una reforma política que unía, no desmembraba. Juristas y pensadores como Antonio García‑Trevijano soñaban con una España democrática de ciudadanos libres, no de banderas enfrentadas incluso cuando luchaban contra la dictadura.
Frente a esos ideales, Rufián parece erigir muros nuevos: sus discursos incendiarios, su victimismo constante, su retórica de ellos nos odian, refuerzan la idea de una nación partida, cuando lo que muchos españoles desean es precisamente reconstruir el sentido de comunidad. Su retórica no es humilde ni comprometida con la paz social: es la de un provocador profesional, de un figurinista de la política.
No se trata sólo de criticar su discurso: también está lo tangible. Su sueldo público, su vida cómoda, contrasta con el discurso de austeridad moral que tanto pronuncia. Y eso no es solamente una contradicción: es una hipocresía de libro. Sus ataques a España; su lenguaje incendiario; su negación de que muchos catalanes también aman España; su uso mediático de la cámara para exacerbar el enfrentamiento: todo ello sugiere que no busca resolver la fractura, sino alimentarla.
Otros, desde Manuel Fraga hasta Santiago Carrillo, pasaron por la Transición sabiendo que sus diferencias podían convivir bajo un mismo Estado, y que era más valioso perdonar y pactar que destruir. Hoy, Rufián prefiere el choque directo, la escenificación del odio. Eso no es valentía, es cálculo político.
Pero ha sido durante la comisión de investigación de la DANA donde quedó patente su torpeza oratoria: Rufián no formuló preguntas, no investigó; se limitó a insultar para transitar la línea que le garantiza aplausos populares, mostrando el papel del valentón entre todos. Cierto, la DANA supuso uno de los mayores desastres de las últimas décadas, pero él, como parlamentario, debería haber buscado la verdad, no el espectáculo que tanto le va.
Y es que lectores, pienso que su figura provoca una pregunta incómoda: ¿está construyendo algo positivo o simplemente exprimiendo la herida que muchos soñaron cerrar en la transición? No me parece un héroe de la libertad, sino un profesional del resentimiento, un dramaturgo del desencuentro. Y es justamente esa teatralidad la que más daño puede hacerle a España, a la que él, paradójicamente, jamás dejaría de pagar con su nómina.