Por Ratzinger, que era uno de los nuestros
Cuando nombraron Papa a Joseph Ratzinger en abril de 2005, una elección que no gustó nada a la progresía universal por su pasado como guardián de las esencias de la fe, y su fama bien merecida de conservador -que a mí me pareció providencial- se me ocurrió escribir este artículo, que reproduzco a medias en homenaje a uno de los mejores Papas de la historia: Benedicto XVI.
Me movió a ello el aire desenvuelto de los que, sintiendo un profundo recelo, cuando no un gran rechazo, hacia la Iglesia Católica no habiendo pisado jamás un templo, malinterpretaron los extraordinarios acontecimientos de aquellos días, generando confusión en las almas menos prevenidas. Y aquí va un resumen del citado artículo, que sigue reflejando lo que pienso 18 años después.
«Una vez enterrado, y aun reconocido a la fuerza el duelo universal por san Juan Pablo II, la grey intelectual de izquierdas ha salido del armario teorizando sobre la necesidad de que la Iglesia adopte un nuevo rumbo, se modernice, se mundanice, recobre el espíritu del Concilio Vaticano II, del que todo el mundo habla, pero cuya dimensión pocos conocen. También he leído juicios amargos sobre la famosa homilía de Ratzinger un día antes de su elección como Papa. «Un tremendo mazazo sobre el pueblo católico», ha dicho uno de los más osados. Giuseppe de Carli, un histórico vaticanista de la RAI, la calificó de apocalíptica y creyó ver en ella el canto del cisne del cardenal, una falta de perspicacia absoluta. En la misma línea, antes de la fumata blanca, se escribió que, con dicho sermón, el alemán estaba quemando sus naves, expresando ante sus colegas qué tipo de Papa tendrían si le eligieran a él, es decir, tendrían a un gran inquisidor. Todas estas tonterías y muchas más se han podido oír estos días de quienes, en muchos casos conocedores de la Iglesia, están contaminados irremediablemente por el sectarismo laicista o resentidos por algún trato personal que consideran injusto; por ejemplo, el famoso teólogo Hans Küng, ya entonces atrapado por el pensamiento correcto. Lo cierto, sin embargo, es que, pese a estas terribles admoniciones, identificado perfectamente el programa de Ratzinger, el Cónclave lo ha situado al frente de la Iglesia para la estupefacción general de la progresía.
Yo he leído el sermón del actual Papa y me parece de una clarividencia notable. En el denuncia la dictadura del relativismo, reprocha el paganismo de nuestras sociedades y reafirma el magisterio de la Iglesia. ¿Pero qué insensato puede negar la pérdida alarmante de valores o el triunfo rampante del hedonismo, y oponerse a que la Iglesia pretenda ser fiel a sí misma? La respuesta es que sólo quien desea su decadencia o su liquidación. He recopilado mentalmente lo que esta clase de enemigos de la religión querría que fuese la nueva Iglesia Católica: el Papa debería dejar de ser jefe de Estado y convertirse en simple líder espiritual de los creyentes; el Papa debería abandonar el Vaticano e irse a vivir a un barrio pobre de cualquier lugar del mundo; debería cambiarse el modo de elección del Pontífice; tendría que desaparecer el celibato; la mujer tendría que poder ser sacerdote; el aborto y la eutanasia, que no son dogmas de fe, deberían ser tratados de manera mucho más comprensiva; el uso de anticonceptivos, ser permitido, así como el matrimonio entre homosexuales y el divorcio; el Papa debería abrir un diálogo con la ciencia, a fin de disipar los actuales malentendidos y recelos; el Papa podría devolver la libertad de expresión a los 140 teólogos condenados los últimos años por promover la teología de la liberación; incluso también se podría eliminar la confesión privada, una práctica tardía.
¿Habían leído tal acumulación de necedad en tan pocas líneas? Esto es lo que los teólogos modernos, algunos sedicentes católicos de base y otra gente peor intencionada desearían para la Iglesia Católica del siglo XXI. Yo soy un pecador, es decir, entre el bien y el mal opto con frecuencia por este último. También soy un mal practicante, es decir, incumplo mis obligaciones con la religión que profeso. Pero lo que evito es ser un imbécil. Jamás aspiraría a que la Iglesia contemporizase con mis vicios, aceptase con indulgencia mis errores o reforzase mis debilidades. La Iglesia es para mí un punto de referencia de lo que debe ser y hacerse, encarna una doctrina que trata de aflorar lo mejor de la naturaleza humana. La quiero severa y exigente. No pretendo que se acomode a mis gustos ni que se adapte a la nueva realidad social, sino que denuncie y condene su deterioro, que ensalce los valores fundamentales y proteja las instituciones básicas, como la familia; que muestre el camino más directo para ser libres. La quiero, en cierto modo, como una espada de Damocles frente a la permanente tentación que ofrece una vida compleja y difícil. No quiero verla convertida en una ONG ni en una gran peña de amigos, y estoy seguro de que el nuevo Papa Benedicto tampoco está por la labor».
Todas estas esperanzas, al menos las mías, se desvanecieron con la llegada del Papa Francisco a la silla de Roma. Su encíclica Fratelli Tutti es la consolidación del pensamiento mágico de este argentino peronista que lleva años atacando la economía de mercado y lo que llama neoliberalismo, a los que acusa, sin argumento de peso, de todos los males que aquejan al planeta. Habiendo recogido el testigo de la fe explosiva y perfectamente comprensible de Juan Pablo II -azote del comunismo al que jamás habrán visto cuestionar a Francisco, gran impulsor de la caída del Muro de Berlín junto a los grandiosos líderes de la época Reagan, Thatcher e incluso el propio Gorbachov-; después de haber devorado la sutileza intelectual y espiritual de Benedicto XVI, el retroceso experimentado por la Iglesia Católica con la entronización de un Papa que es lo más parecido a un párroco, en el peor sentido de la palabra, es lamentable.
Intelectualmente mediocre, contaminado por el marxismo y el populismo que reina en América del Sur, carente de fundamento económico alguno, ha dedicado todo su mandato a combatir lo que llama la cultura del descarte, según la cual la globalización es ominosa y el capitalismo la peste, habiendo aumentado ambos fenomenos la desigualdad y la pobreza, que justamente han disminuido como nunca en aquellos lares donde se deja funcionar al mercado sin ataduras ni intervenciones públicas.
Como san Juan Pablo II, Ratzinger entendía el capitalismo y el mundo de la empresa, así como detestaba el comunismo, el régimen más miserable y criminal de toda la historia. A diferencia de Francisco, estos personales egregios sabían que el trabajo se conquista, no se regala. Que los peces no se dan gratis, porque lo prioritario es enseñar a pescar. Que a la vivienda se accede por procedimientos lícitos, no ocupándola al que la ha obtenido gracias al sudor de su frente. Y también que la tierra no es gratuita sino del que la ha conseguido empleando todo su esfuerzo, porque todo lo que no es propiedad privada, que estimula en el que la posee el esmero y el cuidado por la misma, provoca degradación, caos, desorden y finalmente degenera en la miseria del comunismo, el régimen que más hambre ha causado en la historia de la civilización, pero que Francisco siempre se ha cuidado mucho de condenar.
Aunque durante los últimos ocho años Benedicto ha permanecido callado como emérito en su residencia hasta la muerte final, imagino que estaría horrorizado por la política de la cancelación y el movimiento ‘woke’, en un caso dedicada a censurar al disidente, en el otro a dar pábulo a las causas identitarias más absurdas, todas ellas estrategias a las que desgraciadamente da pábulo desde la silla de Roma Francisco. No penamos por Ratzinger, ya en el cielo con el Padre, del que estaba eternamente enamorado. Las más de cien mil personas que lo han despedido estos días así lo han acreditado mostrando su devoción a una figura universal. Penamos por su sucesor.