¿A qué esperáis para echaros a la calle?

España, Sánchez

Cualquier reconocido, o reconocible, que pasee este verano por la playa, se encarame a la montaña, o se torre en la meseta castellana, ¡pobre!, se topará con frecuencia con esta admonición popular. «¡Más leña!». La respuesta en todo caso debería ser: «Vale, y ustedes, ¿qué hacen?». Porque, de verdad, ya está bien de pasar la mano por el lomo al tópico -y tantas veces inmerecido- heroico pueblo español. Es verdad que su postración de ahora tiene historia, sobre todo historias, quizá porque Viriato no hay más que uno y en este momento de ahora las gentes, incluidas las que gimen lastimosamente porque «hay que ver lo que está haciendo este tipo con España», no apuestan por abandonar el chiringuito estival para cantarle las cuarenta a este sujeto, veraneante en Islandia.

Les hago una referencia humilde hacia nuestro pasado, no tan lejano desde luego, porque, buscando, buscando, me he encontrado con una denuncia hecha por José Antonio Primo de Rivera allá en los treinta del pasado siglo, que va a nuestra actualidad como anillo al dedo. Ya cuento con que cualquier rememoración del fundador de la Falange servirá para que la izquierda se te eche a la carótida con la intención de desangrarte como acostumbra, y que la derecha más pusilánime termine por decirte: «¡Hombre, no! ¿Qué falta hace sacar del cesto a este golpista?». Pues bien; a este cronista personalmente le traen por una higa estos peligros, así que me apresuro a colar este cita que amablemente me remite también un amigo.

Escenario: Primo de Rivera, años treinta, la Generalidad, que se pone de manos, se intenta separar de España y a lo poco se sablea y empuña las armas con el imbécil y felón de Lluis Companys (hoy, celebrado por los analfabetos) a la cabeza. Y ésta es la cita: «La abierta rebeldía de la Generalidad de Cataluña contra el Estado español nos hace asistir a un espectáculo más triste que el de la misma rebeldía: el de la indiferencia del resto de España, agravada por la traición de los partidos, como el Socialista, que ha pospuesto la dignidad de España a sus intereses políticos». Díganme si aquella afirmación no fue un retrato veraz de lo que ahora mismo sucede en nuestro país.

Cuando el gentío que refería al comienzo se deshace en denuestos ante lo que genéricamente «está pasando», se centra desde luego en la responsabilidad del culpable de ello, Pedro Sánchez, pero a continuación -no me digan que no- apostilla. «Pero es que Feijóo no hace nada, es muy blandito». No caigan en la tentación de preguntar a los amables contertulios qué harían ellos en su lugar porque, salvo algún orate que exige la presencia inmediata de tanques en la Diagonal de Barcelona, o algún exaltado que promueve «la prohibición -literal- de todos los partidos rojos», el silencio o la duda esofágica es: «Ah! ¡Ah! Yo qué sé», es la réplica más repetida. Por descontado que ningún español de ahora mismo tiene la obligación de convertirse, si es mujer, en Mariana Pineda, o si es hombre, en Daoiz y Velarde juntos, pero, por lo menos, como aquel cliente que se quejaba del poco entusiasmo que expresaba la rabiza que deglutía pipas de girasol mientras el hombre daba lo mejor de sí mismo: «Por lo menos, un poco de tentación al acto».

Un poco de respuesta a lo que, como ellos dicen, «lo que se está pasando». Hablando en este verano cantábrico con un político regional cercano, conveníamos los dos en que esta sociedad nuestra se encuentra en estado no de hibernación, sino de postración, más bien porque ha llegado al convencimiento de que «no hay nada que hacer contra ‘éste’», que al verdugo de España le trae por una higa la segregación de Cataluña, la voladura del último Código Penal, el Código de Belloch ¿se acuerdan?, o el asalto terrorista a todas las instituciones del Estado. Y entre estas, incluida la Corona, estupefacta (lo digo con conocimiento de causa) ante todo lo que está perpetrando el fusilero de la Moncloa.

Esto es realmente lo que ocurre: que, al parecer, el personal ha entregado la cuchara y lo único a lo que aspira es a que su situación de bienestar -sí que la goza- se prolongue lo más posible. Hace un mes, más o menos, una historiadora tan reputada como Carmen Iglesias sugería que nunca como en este momento la sociedad española ha estado más apagada. No lo estuvo en los continuos aldabonazos del XIX, ni tampoco en los golpes del XX: Primo de Rivera senior, Largo Caballero o Franco de protagonistas. Lo de Tejero y los espadones del 81 fue una broma fracasada.

Es curiosa la referencia que formuló a la preceptora de Don Juan Carlos de Borbón, porque cuando se la escuchaba, el cronista pensaba: y ¿cómo hacer para que esta comunidad que, sólo se pelea por un lugar en el atasco del fin de semana, o por una mesa en el restaurante (probablemente una patraña) recién inaugurado, haga verdad cumplida de esa sentencia artificial de Page?: «¡Hasta aquí hemos llegado!», piensa el cronista, que si detectara vida en un sólo ápice de la sociedad civil, las más prestigiosas entidades de ella estarían levantadas.

Pongamos, por ejemplo: ¿qué hace, qué denuncia la Academia de la Historia ante el barrenamiento de nuestro legado multisecular? ¿Qué hace, qué denuncia la Academia de Ciencias Morales ante la destrucción de todos nuestros valores, los que han hecho de España la Nación más antigua y más culta de Europa? ¿Qué hace, qué denuncia la Academia de Jurisprudencia ante el vil atentado a nuestro orden constitucional?, O, ¿qué hace o qué denuncia la Academia de Ciencias Económicas y Financieras ante la ruptura de la unidad territorial de España y la entrega de la caja única, la llave, dicen ellos, a los separatistas? Hay que decirlo así: nada. Por tanto, si las entidades que deberían liderar una respuesta correcta, eficaz e histórica al atentado protagonizado a diario por Sánchez y sus compinches, no hacen nada, miran a otro lado, ¿qué se puede pedir al timorato pueblo español? ¿Qué se tire a la calle para echar a este mangante del poder? Claro que sí. Pero que no todo se quede en los gritos histéricos de los outsider alvises·. A esos les apadrina el traidor.

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