Pablo Iglesias quiere ser Dorian Gray

Pablo Iglesias quiere ser Dorian Gray

Podemos ya no es lo que era, si es que alguna vez lo fue. El romanticismo que su rebeldía provocó no hace mucho en millones de españoles, bajo el manto de desprecio al sistema, se diluye en la lluvia de cuchillos mediáticos que cada día protagonizan sus dos almas mater, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, el táctico y el estratega, el amante del verbo combativo frente a la definición sustantiva. Golpes de titular contra argumentario razonado. Dos modos de ver el futuro de un partido en la encrucijada. Podemos ya no tiene la inercia de 2014, ya pasó la prueba del novato que supuso 2015 y ahora tiene la hemeroteca de la gestión que ha sido 2016. Cuando la estrategia es una tertulia permanente, aparecen todas las miserias intelectuales que el programa —político— escondía.

En política, los debates —internos o extramuros— son necesarios y determinantes para calibrar el estado de salud de una formación. Pero cuando se confunde discrepancia con imposición pública, el gallinero de egos acaba por ser el trending topic diario de una impostura anunciada. La ‘política post’ —post-ureo de la imagen y mensajes post-it— de la que hablaré en otra ocasión, perjudica a las nuevas formaciones, que deben dar el salto cualitativo imprescindible del mensaje vomitado al argumentario debatido. Mientras la duda siembra de tormenta el camino asambleario, en estas páginas comentábamos que Podemos se construyó en un laboratorio de pruebas que tuvo como cobayas las diferentes plazas de España. Pero su salto al Parlamento y al gobierno de ciertas alcaldías está demostrando su incapacidad en el dominio de los resortes institucionales básicos para poder gobernar un país.

En este sentido, Pablo Iglesias recuerda a Dorian Gray, el célebre personaje de Oscar Wilde que retrataba las miserias morales de quien únicamente se preocupaba por su imperecedera belleza. En la obra, se critica el excesivo apego a un envoltorio que recubre las vergüenzas de un cuerpo que ya no sostiene tanto maquillaje. Porque Pablo Gray necesita seguir mirándose al espejo cada día y comprobar que aquella belleza de plaza y asamblea, lejos de marchitarse, permanece fiel a su adonis revolucionario. Necesita de la confortable adulación periódica, del cordial palmetazo en la espina dorsal de su orgullo. Cuando el verbo ya no seduce con la misma efectividad, conviene dejar sobre la mesa los redaños de macho dominante. Y eso es lo que funciona ahora en Podemos. Se entiende pues que el errejonismo como corriente sea apartada, increpada y sometida al escarnio público por su moderación, su alocada idea de buscar ampliar el espectro social al que persuadir —la hegemonía, Íñigo, la hegemonía, no tiene respuesta para el pensamiento único— y describirla como una mente sin liderazgo ni sustancia.

«No somos gallos de corral», dice Pablo mientras alienta a sus huestes a abuchear a su otrora sosias del partido. «No quiero un duelo en OK Corral», sostiene públicamente, mientras en privado ya tiene seleccionados a los Brutos que harán justicia con el advenedizo Errejón Trotski, la primera gran víctima de una purga con aromas de pasado. La batalla en las redes es la consumación de la infantil manera de proceder de quien sigue creyendo que la política es un juego de roles permanentes, sin más reglas que las que conviene al amado líder. El cuadro de Podemos se marchita por el paso del tiempo sin que nadie piense en su reforma. El rostro de Pablo Gray sigue apolíneo y en modo alguno acartonado, cerrando con llave cualquier puerta que signifique crítica o mejora del proyecto. Que muchos que hoy le escriben con adulación, más por intereses propios que por convencimiento, vendan su narcisismo como la ingenuidad del niño que disfruta de su juguete, significa que también ha sido seducidos por ese imperturbable e imperecedero rostro de vanidad. Al igual que él, sólo quieren escuchar las palabras de Lord Henry Walton: «En la vida, lo único que importa es la belleza».

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